El esplendor perdido de San Bernardo y San Pedro del Mar
Hubo un tiempo en que Cartagena no solo miraba al mar: vivía en él.
Y no era una metáfora. A lo largo de su bahía, sobre plataformas de madera con barandillas blancas, nacieron auténticos templos del verano: los balnearios de San Bernardo y San Pedro del Mar, donde el baño era liturgia, el encuentro era ritual y la brisa traía consigo el rumor de una ciudad moderna, elegante y feliz.
Hoy apenas sobreviven en alguna fotografía sepia o en la memoria viva de quienes escucharon a sus abuelos hablar con nostalgia. Pero hubo un tiempo en que fueron el alma del verano cartagenero.
Un acceso con sabor a aventura
Se podía llegar a ellos caminando desde Santa Lucía o, mucho mejor, en lancha desde la dársena de botes. Subirse a aquellas embarcaciones con nombres sonoros como San Francisco o Santa Margarita era ya entrar en otra dimensión. El paseo por el agua, el balanceo, las risas, el saludo al pasar… era el preludio de un día especial.
Desde la cubierta se avistaba, recortado sobre el azul, el perfil de San Bernardo, a los pies del monte Galeras, o San Pedro, en la falda de San Julián. Eran, literalmente, casas flotantes del placer y el descanso.
Quienes iban allí: la ciudad que se miraba a sí misma
A los balnearios acudía la burguesía local, con sombrillas de tela, trajes de baño de cuerpo entero y ganas de dejarse ver. Iban matrimonios, damas con abanico, caballeros con canotier, jóvenes deportistas y mayores en busca de los famosos “baños de salud”.
Pero también acudían personas sencillas, que trabajaban allí o simplemente iban a disfrutar con lo que se podía. Los balnearios eran sofisticados pero populares. En ellos, durante unas horas, todos se mezclaban: las manos de la mina, los comerciantes del muelle, los militares de permiso, las familias con niños… y Cartagena era, por un rato, una ciudad feliz, sin distancias sociales.
El espacio: arquitectura sobre el agua
San Bernardo, también conocido como El Chalet, ofrecía barracas separadas para hombres, mujeres y matrimonios. Una terraza bar con orquestina animaba las tardes, mientras se servían refrescos y platos preparados con esmero. Era un edificio de madera, blanco, coqueto y bien cuidado.
San Pedro del Mar, algo más modesto, se sostenía sobre el mar con una estructura elevada. No tenía playa, pero sí una escalinata directa al agua. Ofrecía también restaurante, bebidas frescas, helados y hasta marisco recién pescado, servido bajo sombrillas, al son del mar.
Veladas, música y cine: el alma nocturna del balneario
Cuando caía la tarde, el balneario no se vaciaba: se transformaba.
Las luces se encendían, las orquestinas comenzaban a tocar y la bahía entera parecía danzar. Sonaban foxtrots, pasodobles, valses, jazz… interpretados por grupos como la Iris Jazz o el cuarteto del maestro Vázquez.
También se proyectaban películas mudas al aire libre, y no era raro ver fuegos artificiales, veladas benéficas o bailes de máscaras. Era Cartagena de noche, reflejada sobre el agua, con aroma a sal y a colonia.
El esplendor: una época dorada
Entre 1910 y los años 20, estos balnearios fueron el orgullo de Cartagena. Eran un símbolo de modernidad, salud y distinción. En años difíciles —gripe de 1918, recesión minera— se convirtieron en refugio, en válvula de escape para el alma colectiva.
Los médicos recomendaban baños de mar en “novenarios” terapéuticos. Los poetas los describían. Los periodistas los anunciaban con entusiasmo. Todo el mundo hablaba de ellos.
La desaparición: la guerra y el olvido
Pero llegó la Guerra Civil. Los balnearios, como tantas cosas hermosas, no sobrevivieron. Fueron desmontados, abandonados, arrasados. Nunca más se levantaron.
A la guerra le siguió el miedo. Luego el olvido. Y Cartagena perdió dos joyas únicas, no solo por su belleza sino por lo que significaban: una forma de entender la ciudad, el ocio, el verano, la vida.
Una llamada al corazón: recuperarlos es posible
Hoy, mientras la ciudad recupera fachadas modernistas, fortalezas, plazas y memoria, queda una deuda pendiente con el mar.
¿Por qué no imaginar nuevos balnearios en la bahía? No como réplicas exactas, sino como homenajes modernos a aquel espíritu. Tarimas de madera sobre el agua, sombrillas blancas, cafés con música suave, actividades culturales, baños al atardecer… Serían una puerta al pasado, pero también una apuesta de futuro: cultural, turística y emocional.
Cartagena lo merece. Y el Mediterráneo lo agradecería.
Epílogo de sal y esperanza
A veces, no hace falta inventar nada nuevo. Basta con mirar atrás y recordar lo que un día nos hizo felices. Los balnearios de San Bernardo y San Pedro fueron mucho más que estructuras sobre el agua: fueron parte del alma de Cartagena.
Hoy, en una ciudad que busca crecer sin perder su esencia, quizás ha llegado el momento de volver a levantar sus pies sobre el mar. Con orgullo. Con belleza. Con historia.