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Arroz con verduras y bacalao (al modo de la abuela en 1900) Un relato entre fogones que no queremos que termine nunca…

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PorJosé Antonio Martínez Pérez

16 de abril de 2025
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 La mañana despuntaba clara en la huerta, con ese sol tímido de abril que no calienta del todo, pero promete. La abuela, con su cesto de mimbre en una mano y la otra acariciando la cabeza de un gato que la sigue como una sombra, se agacha entre los bancales.

—Hoy toca arroz con lo que nos da la tierra —murmura— y el bacalao de don Julián.

El huerto está en plena conversación: las habas asoman orgullosas, los ajos tiernos susurran secretos desde su tallo, y las alcachofas, verdes y cerradas, esperan a ser elegidas. La abuela recoge tres de las más hermosas, un buen manojo de ajos, unas vainas tiernas y una sonrisa que le florece en la cara mientras piensa en la comida de hoy.

Luego, en el fogón de leña de su cocina, empieza la magia. Corta con mimo cada verdura. Las alcachofas en seis pedazos, el pimiento rojo en tiras gruesas, la coliflor menuda como florecillas de nube, y los ajos… ¡ah, los ajos! los trata como a nietos traviesos, con cariño y cuidado.

Mientras calienta el aceite en la sartén de hierro, escucha el carraspeo conocido de la calle.

—¡Bacalao salao, maruca de primera! ¡De Noruega a su mesa! —grita el comerciante ambulante.

La abuela sale con su pañuelo anudado bajo la barbilla, le guiña un ojo al vendedor y le compra un buen trozo de bacalao salado. No hace falta desalarlo, como a ella le gusta: con ese punto fuerte que da carácter al arroz.

Dentro, uno a uno, los trozos de verdura se van dorando en el aceite. Primero las alcachofas, luego los pimientos, después los ajos y al final la coliflor. Cada uno tiene su momento, como en la vida. Cuando todo está tierno y humeante, fríe un tomate pelado, lo aplasta con la cuchara de madera y mezcla.

—El arroz no se echa de golpe —dice, como quien revela un secreto de familia—. Hay que dejarlo que se haga amigo de la verdura.

Así lo rehoga todo junto, con cuidado. Sin añadir más aceite. Luego, con mano justa, añade el agua caliente —el doble que de arroz—, una pizca de sal, y unas hebras de azafrán que guarda como un tesoro en una cajita de latón.

Mientras el arroz empieza a hablar con el fuego, la abuela pone el bacalao sobre las ascuas, sin desalar, solo vuelta y vuelta. Al poco, lo desmenuza con los dedos sobre la cazuela, y lo deja caer como lluvia dorada sobre la cocción.

—Ahora… hay que esperar. Como cuando uno cuenta un cuento y no quiere llegar al final —dice, bajando la voz, como si no quisiera que el arroz se diera cuenta.

Entonces, mientras el aroma llena la casa y los relojes parecen detenerse, la abuela se sienta a la mesa. Saca su cuaderno de recetas y escribe:

“Hoy, el arroz salió con alma de domingo. Con las verduras que crié y el bacalao que cantó por la calle. Hoy, la comida huele a infancia. Y aunque ya no estén todos, el arroz con bacalao los trae de vuelta. Uno por uno. Siempre vuelven con el primer hervor.”

Y mientras el arroz termina de hacerse, su nieta se acurruca en su regazo.

—Abuela, ¿me cuentas otro cuento?

—Claro, amor… pero este se come con cuchara.

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