Cada 12 de abril se celebra el Día Internacional de los Niños en las Calles, una fecha que debería remover las conciencias del mundo. Porque mientras tú lees esto en un rincón cálido del hogar, millones de niños en el planeta sobreviven entre cartones, semáforos y miradas que no los ven. Y entre esas sombras de la infancia olvidada, Cartagena guarda su propio símbolo: El Icue.
¿Quién era el Icue?
El “Icue” no era un niño concreto, sino todos a la vez. Era el nombre popular con el que se conocía a aquellos muchachos que, desde bien temprano, se ganaban la vida entre los muelles, la lonja, las calles bulliciosas y los portales. No conocían pupitres, pero sí las mareas; no sabían de mapas, pero sí de los olores del puerto y la dureza de la piedra bajo sus pies descalzos.
El escultor cartagenero Manuel Ardil Pagán decidió inmortalizar a uno de ellos en 1969. Y así nació la escultura del Icue, un niño en calzoncillos que sostiene un aladroque (boquerón) del que mana agua, sobre unos bloques que simulan los rompeolas del puerto. Una imagen entrañable, viva, descarada, con la mirada limpia del que ha sufrido, pero aún sueña.
El modelo fue José López Cela, un joven de Los Dolores que trabajaba como aprendiz en un taller de cantería. Su cuerpo inspiró la figura, aunque el rostro fue obra del escultor. José siempre decía con orgullo: “El de la estatua soy yo, el Icue”, y lo fue hasta su fallecimiento en 2015.
Una historia de supervivencia y ternura
Cuenta la leyenda urbana que los Icue se las ingeniaban para sobrevivir sin pedir nada. Ayudaban a descargar cajas, avisaban de los horarios de los barcos, hacían recados o vigilaban el pescado de la lonja mientras los hombres almorzaban. Eran los niños del viento salado, los que se bañaban en el muelle, los que hablaban con marineros de acentos lejanos.
Vivían al margen de la escuela, del cuidado institucional, muchas veces también del amor. Y, sin embargo, no se les recuerda como tristes, sino como pícaros, como pequeños aventureros que crecieron deprisa en una ciudad con olor a sal y metal.
La estatua del Icue, ubicada en plena Puerta de Murcia, se ha convertido en punto de encuentro, en parada de turistas, en memoria viva. Pero también puede ser espejo de una realidad que, aunque haya cambiado de forma, sigue existiendo.
Porque hoy también hay niños invisibles. En nuestras ciudades, en nuestras plazas, en nuestras aceras. Visten distinto, llevan móviles o zapatillas, pero sufren carencias similares: falta de afecto, inseguridad, abandono, desigualdad. Algunos viven en la calle. Otros, sobreviven dentro de hogares que no lo son.
12 de abril: no olvidemos al Icue de hoy
Hoy, el Icue se hace símbolo universal. Nos recuerda que ningún niño debería vivir en la calle, ni ganarse el pan antes de aprender a escribir su nombre. Nos llama a la acción, nos exige humanidad.
Todos los niños merecen un hogar digno, una infancia plena, comida, escuela, amor, cuidados y sueños. Y no basta con que nos duela: hay que actuar. Desde las instituciones, desde la educación, desde el vecindario, desde la empatía. Que el Icue sea homenaje, sí, pero también denuncia.
Porque mientras haya un solo niño viviendo en la calle… el mundo sigue fallando.