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“Flores para merendar”

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PorJosé Antonio Martínez Pérez

17 de abril de 2025
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En la cocina grande de la casa de siempre, la que olía a madera vieja, a albahaca al sol y a infancia sin prisa, nuestra abuela ya estaba en pie antes que el gallo. Con su delantal de lunares y las manos curtidas por los inviernos y los abrazos, se afanaba en preparar uno de los mayores tesoros del recetario cartagenero: las flores dulces.

Era día de fiesta, aunque no lo marcara el calendario. Bastaba con ver el aceite danzando en la sartén y oír el tintinear del molde al chocar con el borde del cazo para saber que algo bueno se cocía. —Hoy hay flores —decía la abuela, y el mundo entero sonreía.

La receta, heredada de su madre, y de la madre de su madre, era sencilla, como todo lo que de verdad importa: Cuatro huevos frescos del corral, cuatro cucharadas generosas de harina, setenta y cinco gramos de azúcar del blanquísimo, y la ralladura alegre de un limón recién cogido del patio. Nada de leche, que en el Campo de Cartagena así se hacía desde siempre, con el sabor puro de la tradición.

Batía los huevos con mimo, como si les contara un secreto. Añadía el azúcar, la harina tamizada en forma de lluvia, y la ralladura que perfumaba toda la estancia. —La masa tiene que quedar como la risa de un niño: ligera, suelta, feliz —decía entre risas.

Ponía al fuego la sartén y calentaba el molde como si despertara un espíritu dormido. Era un momento sagrado: el hierro abrazaba el calor y al sumergirse en la masa solo a medias —ni más ni menos—, recogía el justo hechizo para crear magia. En el aceite caliente, la flor se abría, se doraba, se soltaba, y como por arte de encantamiento, nacía una flor crujiente, dorada y perfecta. ¡Y olía a gloria!

Las dejaba escurrir sobre papel, y luego, las bañaba en miel rebajada con agua —como era costumbre—, o las rebozaba en azúcar y canela, si algún nieto lo pedía con ojillos suplicantes. Porque las flores de la abuela, más que un dulce, eran un regalo. Y se comían a todas horas: en el desayuno con leche, a media tarde con un café de puchero, o en la merienda al fresco del porche. Y siempre, siempre, se compartían.

Dicen que, en Fuente Álamo, donde también se hacen nuegos o besos de novia, las flores son hermanas de los paparajotes y los buñuelos. Pero ninguna sabe tan a casa

como las de la abuela. Ninguna suena tan crujiente ni guarda tanta memoria entre sus pétalos dorados.

Hoy, cada vez que una flor se fríe en una cocina del Campo de Cartagena, la abuela sonríe desde algún rincón invisible, y el aroma dulce que se cuela por las ventanas es como un abrazo suyo, envuelto en miel y ternura.

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