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LA CARTAGENA DE LOS AÑOS 50/60 DEL SIGLO XX QUE SE NOS FUE

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PorECM

29 de enero de 2022 , ,
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Los comerciantes y artesanos ambulantes de aquella época

 

En la España de la posguerra y hasta los años sesenta se reutilizaba y reciclaba todo, por lo que, no habiendo recursos ni medios para la instalación de comercios y pequeñas industrias de reparación, proliferaban los artesanos ambulantes, que iban de pueblo en pueblo y de barrio en barrio ofreciendo sus servicios, voceando por las calles su presencia, dispuestos a arreglar in situ los enseres que se le confiaran y que las mujeres guardaban celosamente esperando su llegada.

Así, se arreglaban sartenes, ollas, barreños, lebrillos, botijos y piezas de barro, paraguas, somieres, asientos y armazones de sillas y se afilaban cuchillos, navajas y tijeras, entre otras cosas.

 

También, y por las mismas causas, abundaban los vendedores ambulantes que mercadeaban con sus productos, obtenidos de forma casera y familiar.

Vendían alfalfa para los animales, leche de cabra, vino, pescado, helados, pasteles, arrope, miel y otra serie de productos.

Todos ellos constituían una estampa típica de aquellos años y llegaron a formar parte del paisaje cotidiano de mi barrio, pues todos los días, cuando no uno era otro, aparecían por el mismo. Los críos nos entreteníamos curioseando y observando cómo realizaban sus trabajos, normalmente sentados sobre la acera o en una silla baja que portaban. Otros, como el afilador, realizaban su trabajo de pie, dándole al pedal de la muela.

A continuación, reseño y describo los que eran más habituales y que se fijaron con más fuerza en mi memoria.

 

– El Yerbero

 

Este era un personaje de presencia diaria en el barrio. Era un hombre con el rostro curtido por la acción del sol y el trabajo al aire libre, moreno y corpulento, pero con una expresión de bondad y humildad en su cara, al uso de los campesinos de entonces.

Venía con un carro entoldado, tirado por un caballo zaíno. El interior del carro estaba lleno hasta el entoldado de haces de alfalfa, todos iguales y perfectamente amarrados, que el yerbero iba descargando y vendiendo a los compradores, principalmente para el mantenimiento de los conejos que casi todo el mundo criaba en los patios de las casas. Estuvo viniendo por el barrio hasta bien avanzados los años sesenta.

 

– El Lechero

 

En los años cincuenta, en los barrios, la leche se compraba directamente al cabrero que iba con su pequeño rebaño de cabras, no más de veinte o treinta, recorriendo los lugares para vender el preciado líquido blanco, al mismo tiempo que aprovechaba para que las cabras pastasen por los campos contiguos a las casas, siempre con abundante hierba en esos años.

 

Todos los días, casi con puntualidad británica, llegaba a nuestro barrio Antonio el Cabrero con su pequeño rebaño de cabras, con las ubres llenas a reventar, que les dificultaban el caminar al ir golpeándose las patas traseras con las ubérrimas tetas. Su llegada era percibida por todos los del barrio por el tintineo de las campanillas y cencerros que llevaban las cabras en el cuello.

Con el pequeño rebaño, además de algunos cabritillos que marchaban retozones junto a sus madres, venía el rey de la manada, un viejo macho cabrío de retorcidos cuernos y larga y afilada barba, que era la garantía de multiplicación del rebaño, pues cubría a todas las cabras que se le pusieran por delante. Como la reproducción de las cabras debía ser controlada, en épocas determinadas y escogiendo las cabras adecuadas, Antonio el Cabrero llevaba al macho cabrío con un mandil de cuero puesto bajo su vientre, de forma que el animal no pudiera hacer uso de su instrumento con cabra alguna. Aún así, era tal la fogosidad del macho que en muchas ocasiones veíamos como se incorporaba sobre una cabra y trataba de cogerla, pero su deseo moría sobre la áspera superficie del mandil de lona o cuero.

 

Las mujeres salían a las puertas de las casas, donde Antonio el Cabrero les servía la leche directamente ordeñada de las cabras en ese momento en un recipiente de zinc, la lechera, que luego trasvasaba a otro más pequeño, que él tenía catalogado como una medida y cuyo volumen era alrededor de medio litro. Las mujeres compraban la leche por medidas, pidiendo una o dos o tres medidas.

 

Los críos éramos amigos de Antonio el Cabrero y charlábamos con él mientras las cabras comían la hierba de los bancales, aunque la realidad era que lo entreteníamos mientras uno de nosotros se introducía entre las cabras para beber leche directamente de las tetas. Era muy difícil ordeñarlas y yo terminaba chupando directamente de la teta como si fuera un bebé mamando de su madre. A pesar de estas poco higiénicas prácticas, y a que por entonces abundaban las fiebres malta por consumo de leche de cabra poco hervida, ninguno de nosotros cogió aquellas fiebres o si las tuvimos no nos enteramos.

 

– El Bollero

 

Este personaje aparecía desde el otoño hasta la primavera diariamente por el barrio, es decir cuando dejaba de apretar el calor, ya que su mercancía no se llevaba bien con las altas temperaturas. Comenzó a venir por el barrio, un par de días a la semana, a finales de los años cincuenta y persistió hasta bien avanzados los sesenta. Al principio, el bollero venía andando, con una gran cesta de mimbre, tapada con un paño blanco, provista de una gran asa, por la que colgaba la cesta de su brazo. Iba ataviado en los brazos con unos manguitos blancos con elásticos y con una especie de guardapolvos blanco, corto y con un gran bolsillo en su parte delantera, a la altura de la barriga, para meter el dinero recaudado con las ventas.

 

Cuando llegaba al barrio lanzaba su grito de guerra: ¡El bolleeeeeerooo! ¡El bolleeeeeerooo! ¡Ricos pasteeeeles!

Su dulce mercancía estaba formada por sevillanos, felipes (triángulos de pastel de cabello de ángel), medias lunas de crema, cuernos de merengue, empanadillas, bollos con azúcar y otros pasteles.

Un año después, el bollero se modernizó y venía en una bicicleta, llevando en el portaequipajes un cajón-vitrina, en el que iban colocados ordenadamente los pasteles. Todavía evolucionó más y acabó teniendo una motocicleta Guzzi-Hispania. Tocaba el timbre o pito y pregonaba su llegada con el grito ya mencionado.

 

Los críos acudían al reclamo del Bollero, como las moscas a la miel, a gastarse la peseta o dos pesetas que habían conseguido de sus padres.

Yo, como no he sido nunca muy dulce y escaseaba el dinero en casa, utilizaba poco sus servicios, además de que cuando hizo su aparición el Bollero andaba yo por los trece o catorce años de edad, y mi madre me decía que ya era “gordico” para los dulces y pasteles.

 

Recuerdo que en los últimos años, el Bollero introdujo el juego de azar en la venta de pasteles. Traía cinco dados, de los de jugar al parchís, y se podían lanzar dos, tres, cuatro o los cinco dados. El crío que jugaba, apostaba por un número y ganaba tantos pasteles como veces saliera el número elegido. El coste de la tirada iba subiendo conforme subía el número de dados lanzados.


En fin, eran otros tiempos en los que los dulces y pasteles viajaban de barrio en barrio hasta los niños, que estábamos impacientes por oír el grito mágico: ¡El bolleeeeeerooo! ¡Ricos pasteeeeles!

 

– El Chambilero

 

En los años cincuenta y sesenta, cuando llegaba el mes de junio aparecía por el barrio, casi todas las tardes, el chambilero con su carrito de los helados, y pasaba a formar parte del paisaje vespertino hasta primeros de septiembre. Es una imagen que no puedo olvidar, y es que en esos años la figura del chambilero o vendedor de helados era todo un personaje esperado por los chavales del barrio, donde no había más negocios o establecimientos que la tienda de ultramarinos y la panadería, que se instaló posteriormente.

Los chavales estábamos esperando oír el clásico grito: ¡Al rico helado mantecado! ¡Al rico polo de limón y horchata!, para salir presurosos al encuentro del chambilero y su carrito de helados, relamiéndonos antes de tiempo con el sólo pensamiento del cucurucho de vainilla, el chambi o helado de galleta o el refrescante polo de limón.

El carrito de los helados era una especie de arcón grande, con dos ruedas laterales, normalmente pintado de blanco, con un techado en forma de dosel desflecado, parecido a las camas de la época medieval, y unido al chasis trasero de una bicicleta, en el que montaba y conducía el chambilero. En el centro del carrito, dos depósitos cilíndricos de veinte o veintidós centímetros de diámetro, cubiertos con altos cucuruchos anillados de metal reluciente, contenían los helados mantecados de vainilla y chocolate y los polos de limón, naranja y horchata. En el frontal del carrito, en una urna o vitrina de cristal se almacenaban las galletas y los barquillos cónicos, o cucuruchos, para los helados. Éstos se despachaban con una cuchara semiesférica, graduada en distintos grosores de la bola según el precio del helado.

Esta cuchara la manejaba a través de un mango articulado, parecido al de una máquina de los peluqueros de entonces.

Para los helados de galleta, los famosos chambis, disponía de una herramienta similar, pero de sección cuadrada de unos nueve centímetros de lado.

 


Fotografía de: CARTAGENA ANTIGUA

 

 

La palabra Chambi es, o por lo menos lo era, muy usada y conocida en todo el Levante Español con relación al helado, pero singularmente en Cartagena. Esta palabra designaba al helado servido entre dos galletas cuadradas. Fue tanta la popularidad de la palabra, que dio nombre al vendedor del carrito de los helados, el cual comenzó a ser llamado Chambilero por todas las gentes. Incluso cuando dejaron de preparar el chambi, debido a la aparición de las primeras barras de corte, el vendedor de helados seguía llamándose Chambilero, y empezó a denominarse, por deformación, Chambi al resto de los helados, como el cucurucho o barquillo.

 

La historia del Chambi es bastante anecdótica y curiosa, así como la gran popularidad que alcanzó. Los americanos siempre han sido los primeros en industrializar cualquier cosa, y con el helado no fueron menos. Así pues, el primer helado individual que industrializaron fue una especie de sándwich entre dos galletas.

Los primeros de estos americanos que vinieron por nuestro país, tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y España, buscaban en los carritos y kioscos de helados el refrescante sándwich que comían en su tierra.

Hay que recordar que Cartagena fue una de las primeras bases militares de los americanos en España. Por eso la palabra chambi fue pionera en nuestra ciudad y luego fue extendiéndose, sobre todo por la zona de Levante. Ante esta demanda de los americanos de la base militar, uno de estos avispados vendedores de helados ideó una maquinita, con la que poder hacer la versión artesana del sándwich. Era un molde con un muelle y un pequeño soporte o tirador en un mango, por donde se agarraba. Se ponía una galleta en el fondo, que era regulable en altura según el precio del helado, se llenaba de helado con una paleta o espátula, se enrasaba, se ponía la otra galleta y se servía.

Como vemos la palabra Chambi, viene de la palabra inglesa Sándwich, pero como en aquella difícil época los conocimientos del inglés entre la mayoría de la gente eran mínimos o casi inexistentes, fue deformándose por el habla popular hasta llegar al conocido vocablo Chambi.

El chambilero nos proporcionó dulces e inolvidables momentos en aquellos veranos de los años cincuenta, cuando degustar un chambi o un polo era poco menos que un lujo.

Cuando veo a los niños de hoy elegir, en sus repletos frigoríficos marcas y sabores, regreso a mi época y pienso que los niños de hoy no valoran lo que tienen y están huérfanos de esa ilusión de esperar la llegada del chambilero, con su carro-bicicleta y su delantal blanco, anunciando nuestro dulce objeto del deseo, con su inolvidable grito: ¡Al rico helado mantecado! ¡Al rico polo de limón y horchata!

 

ECM

 


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