Corrían los años de la época modernista, tiempos de esplendor en Cartagena, donde la ciudad se vestía con las formas elegantes del hierro forjado y las vidrieras de colores. Pero en los pueblos y casas de campo, lejos del bullicio de la modernidad, la vida seguía su propio ritmo, marcado por la tierra, el mar y la tradición. Allí, en el corazón del campo de Cartagena, las cocinas eran templos de fuego y barro, donde la historia se cocía a fuego lento, y los platos se transmitían como un legado sagrado.
El sol aún no había despuntado cuando la abuela ya andaba encendiendo el fuego en el hogar de leña. Las brasas rojas chisporroteaban bajo el peso de la olla de hierro fundido, y el aroma del campo, aún fresco por el rocío de la madrugada, se mezclaba con el humo que trepaba hasta perderse en las vigas ennegrecidas de la cocina. La casa olía a leña quemada, a tierra húmeda y a la promesa de un guiso que, como cada semana, nos reuniría a todos en torno a la mesa.
Sobre la mesa de madera, curtida por los años y las faenas de la cocina, reposaban los ingredientes del mondongo cartagenero, ese plato recio y generoso que alimentaba a familias enteras. La abuela lo había traído de la carnicería del pueblo, donde el carnicero, con su mandil salpicado de sangre, había escogido para ella el mejor mondongo de cordero, bien limpio y listo para cocinar. A su lado, los garbanzos, que llevaban en remojo desde la noche anterior en un barreño de barro, esperaban su momento para entrar en la olla.
—Hoy va a salir un caldo de esos que resucitan a un muerto —dijo la abuela, sacando de la alacena un trozo de tocino salado, ese que se curaba en las despensas junto a los jamones serranos y los embutidos colgados en largas hileras.
Con manos firmes y sabias, cortó el tocino y el chorizo rojo, espeso y untuoso, que al cocinarse soltaría ese pimentón que daba color y carácter al guiso. También troceó el jamón serrano, de ese que se curaba en la sierra, con su aroma ahumado y su sabor recio, fruto de los vientos secos del monte y de la paciencia de quien sabe esperar el punto exacto de la curación.
En el gran puchero negro, la abuela vertió el agua de la tinaja y, con gesto solemne, dejó caer los garbanzos, el mondongo cortado en trozos generosos, el tocino, el chorizo y el jamón. La tapa se posó sobre la olla, y el fuego hizo su trabajo, lento pero seguro, como mandaban los tiempos en que la prisa no tenía cabida en la cocina.
Mientras el guiso tomaba cuerpo, la abuela preparó el sofrito en una sartén de hierro, negra por el uso. En el aceite de oliva, traído de los olivos centenarios del campo de Cartagena, rehogó la cebolla picada, removiéndola con una cuchara de palo hasta que
quedó dorada y tierna. Luego, añadió el tomate, rojo y carnoso, que se deshizo en la sartén desprendiendo su fragancia dulce.
Pero lo que daba alma al guiso era la majada, ese pequeño gran secreto que solo las manos expertas sabían hacer bien. Con el mortero de mármol, la abuela machacó unos dientes de ajo junto con hierbabuena fresca, un poco de perejil recién cortado del patio y unos granos de comino, ese condimento tan nuestro, tan ligado a la cocina del sureste. Para darle fuerza, desmenuzó un trozo de chorizo cocido y lo integró en la mezcla, añadiendo una pizca de pimentón dulce de la Vera, ese que los arrieros traían en sacos desde tierras extremeñas.
Cuando el guiso ya estaba casi listo, la abuela incorporó la majada, removió con paciencia y dejó que todo hirviera unos minutos más. El caldo espesó, el mondongo quedó tierno y los garbanzos se deshacían en la boca. El aroma llenó la casa, y hasta los gatos se acercaron sigilosos, como sabiendo que pronto habría fiesta en la mesa.
El reloj de pared marcó el mediodía. Afuera, los hombres regresaban del campo con el rostro curtido por el sol y las manos manchadas de tierra. Las mujeres sacaban la vajilla buena, esa que solo se usaba en ocasiones especiales. La abuela destapó la olla, y un suspiro de placer recorrió la cocina. El mondongo humeante se servía en hondos platos de barro, con su caldo espeso y su aroma profundo, con el sabor de la tierra, del tiempo y de la tradición.
Nos sentamos todos, como siempre, alrededor de la mesa, con la certeza de que aquel plato era mucho más que comida: era la memoria de quienes vinieron antes, el testigo de una cocina que jamás desaparecerá mientras haya quien la cocine con el respeto y el amor con que lo hacían nuestras abuelas.
Y así, entre cucharadas, risas y el calor del hogar, el tiempo volvió a detenerse en aquella vieja cocina de 1900, donde el fuego nunca se apagaba y el amor siempre se servía en cada plato.
Receta Tradicional del Mondongo Cartagenero
Ingredientes (para 6 personas)
- 1 mondongo de cordero
- 100 g de tocino salado
- 150 g de chorizo rojo
- 200 g de jamón serrano
- 400 g de garbanzos
- Aceite de oliva del campo de Cartagena
- 1 tomate maduro
- 1 cebolla grande
- 2 dientes de ajo
- Perejil fresco
- Hierbabuena fresca
- Sal al gusto
- 1 cucharadita de pimentón dulce de la Vera
- 1 pizca de cominos
Elaboración
- Preparar los ingredientes: Lavar y cortar el mondongo en trozos. Dejar los garbanzos en remojo desde la noche anterior.
- Cocción inicial: En una olla con agua fría, poner los garbanzos, el mondongo, el tocino, el chorizo y el jamón. Dejar cocer a fuego lento.
- Preparar el sofrito: Sofreír la cebolla y el tomate en aceite de oliva hasta que estén bien pochados.
- Hacer la majada: Machacar en un mortero el ajo, la hierbabuena, el perejil, el comino y un trozo de chorizo cocido, junto con el pimentón dulce.
- Incorporar la majada: Añadir la majada al guiso unos 5 minutos antes de apartarlo del fuego, removiendo bien.
- Finalizar el guiso: Cocer hasta que el mondongo y los garbanzos estén tiernos y el caldo haya espesado.
- Servir caliente: En platos hondos de barro, acompañado de pan de pueblo.
Este plato, nacido de la tradición cartagenera, es una joya de la gastronomía del sureste, que sigue encendiendo fuegos y reuniendo familias, generación tras generación.
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