En la calurosa mañana del 12 de julio de 1873, Cartagena no despertó como un día más.
Aquel sábado, el reloj de la Historia sonó con estruendo en cada calle, plaza y fortaleza de la ciudad portuaria. La bandera rojigualda fue arriada, y en su lugar ondeó el estandarte rojiblanco de una idea que germinaba con pasión: el Cantón Cartagenero, proclamado en la ciudad departamental como epicentro de un movimiento federalista que aspiraba a cambiar el rumbo de un país sumido en crisis política y social.
Cartagena no fue improvisación.
Fue voluntad. Fue conciencia.
Fue sangre y alma.
Ese día, una Junta Revolucionaria tomó las riendas del poder local, erigiéndose como autoridad legítima del nuevo orden cantonal. Los ecos de la recién proclamada Primera República (febrero de 1873) aún resonaban cuando las gentes del sureste, hartas de desigualdades, de centralismo y de promesas incumplidas, dijeron basta.
Lo hicieron con la convicción de quienes prefieren morir de pie que vivir arrodillados.
Y como caído del cielo —o llegado de la tierra roja del compromiso—, Antonio Gálvez Arce, más conocido como Antoñete, diputado constituyente y símbolo de la lucha federal, arribó a Cartagena.
Fue acogido con júbilo por la Junta y nombrado comandante general interino del Cantón.
En ese preciso instante, comenzó la epopeya cantonalista más heroica y singular que ha vivido el sureste peninsular, y por ende España.
El latido rebelde del pueblo cartagenero.
Cartagena, siempre orgullosa de su legado y de su alma indomable, asumió su papel como cabeza visible de los cantones del levante, extendiendo la llama revolucionaria a otras localidades como Lorca, Águilas, Totana, Almansa, Orihuela o Torrevieja.
Sin embargo, muy pronto, esa llama quedó aislada, pues Madrid reaccionó con fuerza y dureza para reprimir el movimiento.
Durante casi seis meses, Cartagena resistió como una ciudad sitiada y asediada, pero nunca rendida.
Las milicias cantonales, organizadas, decididas lograron rearmar barcos, recuperar fortalezas, crear moneda propia e incluso enviar emisarios al extranjero para conseguir reconocimiento internacional.
Pocas ciudades en el mundo pueden hablar con tal vehemencia, orgullo y cicatrices como Cartagena lo hace de aquellos días.
Porque el Cantón no fue un capricho ni una locura, fue un grito de autonomía, de autodeterminación, de justicia social.
Fue un aviso de que este rincón del Levante no se deja gobernar desde la distancia ni desde la soberbia de los despachos.
Cicatrices que no se borran, memorias que no se apagan.
El bombardeo final sobre Cartagena en enero de 1874, con el tronar de la artillería y la sangre de inocentes corriendo por las calles, puso fin a la gesta cantonal.
Pero no mató su espíritu.
Al contrario: lo sembró en la memoria colectiva de un pueblo que sigue recordando con orgullo a los hombres y mujeres que se atrevieron a soñar con una España diferente.
Hoy, al pasear por el Arsenal, el Castillo de Galeras, el Parque o los restos de las murallas, uno puede escuchar los ecos de Antoñete, de los marinos rebeldes, de las mujeres que llevaron pan y munición, de los jóvenes que empuñaron una idea más fuerte que un fusil.
Porque Cartagena no olvida. Cartagena honra.
Legado de un pueblo rebelde.
No es casual que esta ciudad haya sido protagonista de tantas gestas a lo largo de su historia: desde la resistencia contra Escipión en tiempos cartagineses hasta las huelgas obreras del siglo XX, desde las luchas antifascistas hasta el despertar cultural de nuestros días.
Cartagena está hecha de sal, pólvora y dignidad.
Y aunque el tiempo cure las heridas, las cicatrices siguen visibles como tatuajes del alma.
Son recordatorio y faro. Son advertencia para quienes aún hoy, desde otras ciudades, pretenden marginar, silenciar o relegar a esta tierra sabia, trabajadora y rebelde.
Un deber de memoria.
Hoy, 12 de julio, rendimos homenaje a quienes encendieron la chispa del Cantón.
No con fanatismos ni banderas de enfrentamiento, sino con la certeza de que sin memoria no hay dignidad, y sin dignidad no hay futuro.
Que este día sea motivo de reflexión, de orgullo, y de estímulo para seguir reivindicando el papel de Cartagena en la historia de España, su derecho a ser escuchada, valorada y respetada.
Porque aquel grito de 1873 aún resuena en nuestras gargantas:
¡Viva el Cantón de Cartagena!
¡Viva la dignidad de los pueblos del sureste español!