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Crónicas de un Pueblo. – Cartagena y sus fuentes públicas: sed de historia, memoria de agua.

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En la Cartagena de finales del siglo XIX y los primeros decenios del XX, la sed era compañera inseparable. En una ciudad sin ríos, con lluvias escasas y veranos abrasadores, el agua era un tesoro que se buscaba con paciencia en aljibes, pozos y fuentes públicas. Para los vecinos, acudir con cántaros, botijos y cántaras no era solo una rutina: era un acto de supervivencia, de encuentro social y de tradición.

Había fuentes emblemáticas, cada una con su carácter y su leyenda:

La Fuente de la Merced, orgullo del barrio universitario, donde corría el agua más clara gracias a los manantiales del Monte Calvario.

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La Fuente Vieja de Santa Catalina, con sus tres caños, recordaba el gesto de Jorge Manrique, que en el siglo XVI ya quiso aliviar la sed de sus vecinos.

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En la Plaza de San Francisco, el rumor del agua bajaba del barranco que le dio nombre, aunque sus caños se fueron agotando con el tiempo.

La de San Sebastián, en la entrada a la calle Mayor, era punto de paso obligado para viandantes y soldados.

Y, quizá la más recordada, la Fuente de la calle Real, instalada en 1797 cuando la Marina cedió agua al vecindario. Aún hoy, sus azulejos hablan de siglos de sed calmada.

Junto a ellas, el Pilón de los Burros, abrevadero humilde, servía a las bestias de carga y a los carreteros que entraban a la ciudad por la Puerta de Madrid. Era también fuente de encuentro, de chanzas y de refranes, porque no solo los hombres bebían en Cartagena: también las mulas y los burros tenían su lugar.

El ritual del agua.

Cada día, a primera hora de la mañana o al caer la tarde, las mujeres del barrio —madres, abuelas, hijas— se acercaban con sus cántaros de barro al hombro, con el equilibrio aprendido desde niñas. El agua se recogía despacio, con respeto, porque cada gota era vida. A veces había que esperar turno, y entonces la fuente se convertía en plaza de conversación, confidencias y cantares.

Allí se hablaba de todo: de las faenas de la mar, del precio del pescado en Santa Lucía, de los jornales en la mina, de los noviazgos y de las enfermedades. La fuente era lugar de sociabilidad femenina y popular, donde se hilaba la vida mientras manaba el agua.

Trovo.

En cántaros y botijos

Cartagena se miraba,

la fuente que los calmaba

era madre de sus dichos.

Con agua y con sus hechizos

se aliviaba la jornada,

la sed quedaba saciada

en el rumor del caudal,

y el pueblo, tan desigual,

se sentía en paz y hermanada.

 

El agua y la escasez.

Pero no todo era alegría. El agua era poca, insuficiente para una ciudad que crecía con el puerto, el Arsenal y la industria minera. Los caños se secaban, los manantiales daban apenas unos miles de litros diarios y, en ocasiones, había que traer agua en cubas desde Canteras o desde los Pozos de San Antonio y Los Dolores. No faltaron quejas al Ayuntamiento, ni proyectos de compañías privadas que prometieron abundancia y apenas trajeron decepción.

Así, hasta que en 1927 se creó la Mancomunidad de los Canales del Taibilla. Aunque el agua del Taibilla no llegó a Cartagena hasta 1945, su promesa empezó a cerrar la vieja era de las fuentes públicas, esas que habían saciado la sed de generaciones enteras.

Décima espinela.

Cartagena, sed antigua,

buscaba en fuentes consuelo,

con cántaros en el suelo

y mujeres en fatiga.

Cada gota era una espiga

que en el barro se guardaba,

y aunque el pueblo se quejaba

de la escasez tan severa,

el agua de la chorrera

su miseria acompañaba.

 

Memoria de agua.

Hoy, cuando pasamos por la calle Real y vemos su fuente restaurada, o recordamos la plaza de San Francisco, cuesta imaginar aquel bullicio de mujeres, niños y bestias a la espera de un chorro de agua. Pero en esas piedras y en esos caños está grabada la memoria de un pueblo que aprendió a sobrevivir con poco, a convertir la necesidad en rito y a hacer de la sed una forma de encuentro.

Cartagena no tuvo manantiales generosos ni ríos caudalosos, pero tuvo fuentes que fueron alma de barrio, escuela de paciencia y espejo de vida popular. Allí se apagaba la sed, y también se encendía la palabra.

Trovo final

En la fuente se tejía

la esperanza del vecino,

cada cántaro era un sino,

cada gota, poesía.

Y aunque el agua se moría

entre caños desgastados,

los recuerdos almacenados

son tesoro que no engaña:

Cartagena, sed extraña,

con sus fuentes ha llorado.

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