I. El hombre y su tiempo
Corría el año de 1850 cuando en Cartagena, aún rodeada por las severas murallas de Carlos III, nació Ángel Bruna Egea, hijo de Joaquín Bruna y María Egea. Eran tiempos en los que la ciudad crecía en torno al puerto, al comercio y a las minas de su sierra, donde el hierro y el plomo eran tesoros de una tierra que ardía bajo el sol del sureste.
Bruna creció en ese ambiente de esfuerzo y modernidad. Desde joven mostró un espíritu inquieto, pragmático y trabajador. A los 25 años ya ejercía como auxiliar de corredor de comercio, y poco después se convirtió en empresario independiente.
Supo ver oportunidades donde otros solo veían piedra o sequía: invirtió en minería —en la Sierra de Cartagena-La Unión— y en aguas —en la diputación de Perín—, levantando un pequeño emporio que abastecía a la ciudad y daba empleo a decenas de obreros.
Sin embargo, su mayor riqueza fue su compromiso con el progreso colectivo.
Para Ángel Bruna, la educación era la verdadera mina que podía sacar al pueblo de la oscuridad.
Décima — “Hijo del hierro y la fe”
En la ciudad del coral,
del hierro y del sol ardiente,
nació un hombre diferente,
de corazón liberal.
No buscó oro ni aval,
buscó letras, luz y escuela,
y a su patria fue candela
que alumbró con su razón;
más que alcalde fue lección
y bandera que consuela.
II. La revolución del aula: las Escuelas Graduadas
Cuando Ángel Bruna fue elegido alcalde de Cartagena en 1901, su programa era claro: abrir la ciudad al futuro desde dos frentes —la educación y el urbanismo—. En ambos ámbitos sería pionero.
Hasta entonces, la enseñanza pública española se impartía en escuelas unitarias, donde alumnos de todas las edades compartían una misma aula y un maestro desbordado.
Bruna soñaba con un modelo más racional y moderno, inspirado en las corrientes europeas. Así, impulsó la creación de las primeras Escuelas Graduadas de España, organizadas por niveles educativos y con criterios pedagógicos de higiene, luz y orden.
Para el proyecto confió en el arquitecto Tomás Rico Valarino, quien concibió un edificio de estilo neomudéjar con detalles modernistas, amplio, ventilado y luminoso. En su interior, cada aula estaba diseñada para un ciclo diferente, con patios y dependencias adecuadas.
Pero Bruna no quería copiar modelos antiguos; quería aprender de los mejores. Por eso envió a los maestros Enrique Martínez Muñoz y Félix Martí Alpera a recorrer Francia, Bélgica, Alemania, Suiza e Italia, estudiando los sistemas educativos europeos. De aquel viaje nació la semilla del sistema de enseñanza graduada español.
El 5 de octubre de 1903, las Escuelas Graduadas de Cartagena abrieron sus puertas. Aquello fue un hito nacional: por primera vez, un ayuntamiento creaba un centro moderno, gratuito y dividido en grados.
Desde Cartagena, la pedagogía moderna echaba a volar.
Quintilla — “La escuela del sol”
Cartagena amanecía,
con sus aulas de cristal,
donde un niño aprendía
lo que el saber universal
sembraba cada día.
Ángel Bruna, su alcalde,
dio al pueblo su voz y balde,
con luz, papel y tintero,
y el pueblo fue marinero
que alzó velas del baluarte.
III. La caída de las murallas y el nacimiento del Ensanche
Cartagena había vivido tres siglos encerrada entre murallas. Aquel cinturón de piedra, levantado por Carlos III, había sido baluarte militar y símbolo de orgullo, pero al comenzar el siglo XX se convirtió en una barrera para el crecimiento urbano. El comercio se asfixiaba, las calles se estrechaban, la ciudad necesitaba aire.
Ángel Bruna, con visión de futuro, propuso lo impensable: derribar las murallas y abrir la ciudad hacia el ensanche. Tras años de gestiones, el 14 de mayo de 1902, una Real Orden autorizó la demolición. Tres días más tarde, el 17 de mayo, en un acto solemne ante autoridades y vecinos, el alcalde empuñó un zapapico de plata y dio el primer golpe a la muralla.
Ese sonido metálico simbolizó el fin de una era y el nacimiento de otra: la Cartagena moderna.
Los escombros de la demolición no se desperdiciaron. Por decisión suya, fueron trasladados al puerto, sirviendo de relleno para la ampliación del Muelle de Alfonso XII, lo que permitió ganar terreno al mar. Con aquellas piedras nacieron los nuevos muelles, el paseo marítimo y los cimientos del ensanche.
Donde antes había un muro, se abría una ciudad. Donde antes el mar tocaba piedra, ahora crecía el comercio.
Décima — “El zapapico de plata”
Sonó en piedra el primer golpe,
y el pueblo gritó en su pecho,
viendo abrir, firme y derecho,
su horizonte sin discolpe.
Derribó el viejo enclavolpe
de los muros y los miedos,
y con piedras y con credos
llenó el puerto de esperanzas,
que son hoy las alboradas
del progreso y sus denuedos.
IV. El alcalde reformista
Durante su mandato, Bruna no solo derribó murallas ni levantó escuelas: modernizó la administración municipal, mejoró el al antarillado, amplió el alumbrado público y promovió la Escuela Municipal de Industrias, orientada a formar obreros cualificados.
Su lema era claro: “el saber es trabajo, y el trabajo, dignidad”.
Introdujo además la enseñanza gratuita, convencido de que ningún niño debía quedar fuera por pobreza. Cartagena, gracias a él, se convirtió en la primera ciudad española con enseñanza pública gratuita municipal.
Su gestión fue breve —de marzo de 1901 a diciembre de 1902—, pero intensa. Y aunque no volvió a ocupar el cargo, su nombre quedó asociado al progreso. Intentó presentarse más tarde como diputado provincial, pero la enfermedad truncó sus planes.
Quintilla — “El hombre del porvenir”
Gobernó sin vanidades,
con templanza y con razón,
con justicia en el bastón
y humildad en sus verdades.
Fue el alcalde del porvenir.
No buscó fama ni honor,
sino el bien del trabajador,
del niño y del campesino,
del marino y del vecino
que soñaban con valor.
V. Las piedras del mar.
El relleno del muelle con los escombros de las murallas fue una de las mayores obras de ingeniería urbana de comienzos del siglo XX.
El Muelle de Alfonso XII, tal como hoy lo conocemos, tiene bajo sus losas buena parte de aquellas piedras que Bruna ordenó trasladar.
El mar retrocedió varios metros y el puerto ganó una explanada donde se asentaron aduanas, almacenes, talleres y fábricas.
Así, la Cartagena cerrada en sí misma se transformó en una ciudad de horizonte abierto, donde el comercio, la educación y la cultura se dieron la mano.
El Ensanche, nacido de aquellas obras, se llenó pronto de vida. Años después, en 1905, el Ayuntamiento acordó que una de las nuevas calles llevara el nombre de Ángel Bruna, como testimonio de gratitud.
Décima — “Cartagena se abre al mar”
De la piedra hizo camino,
del derribo, nacimiento,
y del viejo confinamiento
un ensanche cristalino.
Fue del hierro y del destino
arquitecto y capitán,
dio al maestro su refrán,
al obrero su esperanza,
y a la urbe la confianza
de ser pueblo ciudadano.
VI. El hombre bueno.
Ángel Bruna murió en Cartagena el 7 de marzo de 1905, con apenas 55 años. Su fallecimiento fue sentido por toda la ciudad.
Los periódicos de la época, como El Eco de Cartagena, le dedicaron sentidos homenajes, y el pleno municipal decidió perpetuar su memoria en el callejero.
No tuvo descendencia directa, pero sí una moral heredera: la de Manuel Dorda Mesa, su hijastro, que siguió su senda en el periodismo y la vida pública, manteniendo viva la llama de su padrastro.
A su memoria se dedicó una marcha lenta compuesta por Jerónimo Oliver Arbiol, que aún resuena en los desfiles marrajos, como si cada nota recordara aquel golpe de zapapico que abrió la ciudad y el alma de su gente.
Quintillas “Eterna gratitud”
Se apagó su voz sencilla,
su bondad quedó en la huella,
y Cartagena, su estrella,
brilla en piedra y en semilla
que su nombre eterniza.
Ángel Bruna, noble alcalde,
de ti el tiempo nunca salde
la deuda de gratitud,
porque tu amor y virtud
dieron al pueblo su balde.
VII. Epílogo: el alcalde de las dos manos
Con una mano, Ángel Bruna derribó los muros que encerraban a la ciudad.
Con la otra, levantó las aulas que iluminaron a sus hijos.
Fue alcalde, empresario, pedagogo y visionario.
Un hombre que entendió que el progreso no está en las alturas de los edificios, sino en la altura del pensamiento.
A Cartagena le devolvió el aire, la luz y el conocimiento.
Y a su pueblo, la dignidad de sentirse dueño de su destino.
Décima final — “El legado de Bruna”
Ni espada ni galardón,
solo el saber y el trabajo;
el hierro fue su atajo,
la escuela su corazón.
Derribó muro y prisión,
dio al mar nueva travesía,
y al alma, sabiduría.
Hoy Cartagena le reza,
y su nombre es fortaleza,
memoria y pedagogía.