
Descubre Cartagena. Una ciudad con mar
Raíces y formación de un enclave marinero.
El nombre de Los Urrutias remonta su origen a una familia de militares vascos, de apellido Urrutia, que se asentó en esta orilla del Mar Menor en el siglo XIX, en tiempos en que la comarca se estaba poblando con gentes llegadas de distintas partes de España.
Aquellos militares, que participaron en campañas y destinos por la costa cartagenera, encontraron aquí un lugar tranquilo para establecerse, en torno a una vieja casa conocida popularmente como La Casa del Miedo.
Pero mucho antes, ya en los siglos XVII y XVIII, esta franja de orilla era transitada por pescadores y pastores, y formaba parte de los planes de la Corona para repoblar el Campo de Cartagena y dotar a la ciudad de Cartagena de un hinterland agrícola y pesquero sólido.
Con la consolidación del puerto militar y el crecimiento urbano, el Mar Menor se convirtió en un aliado estratégico y alimenticio.
A la orilla, la Torre del Negro —vigía costera del siglo XVI— recordaba los días de corsarios y vigilancia contra incursiones por mar. La iglesia de Nuestra Señora del Carmen, erigida con la devoción de marineros y familias locales, llegó a lucir objetos donados por el propio Alfonso XIII.
El molino de viento, en la carretera de El Algar, era símbolo de la vida agrícola que se combinaba con la pesca.
La edad dorada: veranos cartageneros junto al mar.
Si hubo un tiempo en que Los Urrutias brilló, fue entre mediados del siglo XX y los primeros años 80. La proximidad a Cartagena —a tan solo unos minutos en coche— lo convirtió en la playa por excelencia para muchas familias que encontraban aquí su residencia de veraneo.
Eran casas sencillas, muchas de ellas levantadas por manos familiares, con patios sombreados por parras y terrazas orientadas a la brisa marina.
Por la mañana, los niños salían en tropel hacia la orilla, armados con cubos, colchonetas y una alegría incontenible.
El agua, entonces clara como un cristal, dejaba ver bancos de peces, caballitos de mar y alfombras verdes de posidonia que se mecían suavemente. La temperatura era ideal para pasar horas nadando o jugando sin temor.
Las madres y abuelas montaban las sombrillas de tela a rayas, sacaban las neveras de playa y preparaban almuerzos con sabor a mar: sardinas asadas, frituras recién hechas, trozos de melón fresco. Los chiringuitos —más modestos que los de hoy— servían caldero del Mar Menor y pescado del día, mientras las tardes se llenaban de bicicletas, paseos por el incipiente paseo marítimo y travesías en pequeñas embarcaciones hasta islas cercanas.
El verano en Los Urrutias no era sólo sol y playa: era comunidad. Las fiestas patronales llenaban la plaza, las verbenas hacían bailar a jóvenes y mayores, y los concursos de pesca, natación o juegos en la arena daban a cada jornada un aire de celebración.
Aquí se forjaban amistades que se repetían verano tras verano, creando un tejido humano que aún hoy sobrevive en la memoria de quienes lo vivieron.
El giro amargo: degradación y abandono.
Pero aquel paraíso familiar comenzó a cambiar.
A partir de finales del siglo XX, y con fuerza en las dos últimas décadas, Los Urrutias empezó a sufrir los mismos males que afectaban a todo el Mar Menor, pero con una crudeza especial:
Agricultura intensiva y vertidos de nitratos: La transformación de cultivos de secano en regadíos desmesurados envió toneladas de nutrientes al Mar Menor a través de ramblas como la del Albujón, alimentando un proceso de eutrofización que convirtió las aguas transparentes en una “sopa verde”.
Residuos mineros: Las balsas de estériles tóxicos de la Sierra Minera, sin una restauración ambiental real, filtraron metales pesados hacia la laguna.
Urbanismo sin control: Ampliaciones como la del canal del Estacio modificaron la salinidad y permitieron la entrada de especies invasoras. La presión constructiva en toda la ribera acabó con hábitats naturales.
Escolleras y colmatación: Las construcciones costeras frenaron las corrientes, favoreciendo la acumulación de lodos y biomasa en la orilla de Los Urrutias.
Anoxia y mortandad masiva: Episodios como el de 2019, con miles de peces y crustáceos muertos flotando en la orilla, fueron la imagen más dolorosa del colapso ecológico.
Abandono institucional: La falta de mantenimiento en paseos, parques, equipamientos y servicios, unida a la declaración de playas “no aptas para el baño”, marcó el desplome turístico y social.
El resultado es hoy un paisaje desolador: viviendas tapiadas, negocios cerrados, olor a fango en la orilla, y una tristeza que cala en quienes recuerdan lo que fue.
Reivindicación: el Mar Menor como derecho y memoria.
Los Urrutias no es solo un punto en el mapa: es un pedazo de la identidad cartagenera. Aquí aprendimos a nadar, aquí se escribieron páginas enteras de nuestras vidas veraniegas, aquí nuestros mayores nos enseñaron que el mar era un amigo cercano.
Hoy, ese mar nos ha sido arrebatado por la negligencia, la mala gestión y la codicia de quienes vieron en él un recurso a explotar, no un patrimonio a proteger.
Pero la memoria de sus días dorados no se borra. Esa memoria es combustible para la reivindicación: exigir la recuperación del Mar Menor no es un capricho ecologista, es defender un derecho cultural, social y vital de miles de familias que lo han sentido siempre como suyo.
Porque Los Urrutias y el Mar Menor son parte de nuestra historia, y la historia no se vende, no se abandona, no se entierra bajo fango.
El agua volverá a ser clara si hay voluntad política, inversión honesta y un compromiso real con la vida.
Y ese día, volveremos a ver niños corriendo hacia la orilla, abuelos contando historias bajo la sombrilla y familias enteras sintiendo que, en este rincón del Campo de Cartagena, el verano vuelve a ser nuestro.
Poema.
Los Urrutias, playa mía.
Hubo un tiempo, orilla clara,
que tu risa era de espuma,
y en tus aguas la fortuna
era un sol que nunca para.
Cada casa se preparaba
para abrirte en vacaciones,
paseos, conversaciones,
balnearios y sombrillas,
y en tus tardes amarillas
la alegría en canciones.
Niños corriendo a la arena,
madres montando el campamento,
el salitre era el aliento
que curaba cualquier pena.
Tus verbenas, luna llena,
pescadores a la orilla,
y esa vida tan sencilla
de amistades de temporada,
que en tu brisa perfumada
nos cosía a tu semilla.
Pero llegó la codicia,
el vertido, la mentira,
y la mano que conspira
tras la máscara ficticia.
Te dejaron sin caricia,
sin la luz de tus veranos,
hoy te miran pocos humanos,
porque el fango cubre el suelo,
y te han robado tu cielo
y el latir de tus hermanos.
No habrá olvido que te entierre,
ni abandono que te venza,
volverás con la limpieza
que la verdad siempre encierre.
Y aunque el tiempo nos destierre,
volverán niños cantando,
volverán peces nadando,
volverá tu mar a ser,
ese abrazo de mujer
que nos seguía cuidando.