I. Entre la mar y la historia.
Entre el monte de San Julián y el viejo puerto de Cartagena se extiende un rincón cargado de memoria: Santa Lucía.
Fue, desde tiempos remotos, el abrigo natural de las embarcaciones que llegaban a Carthago Nova, y su origen se remonta a los siglos II y I a. C., cuando los romanos utilizaban su ensenada para descargar salazones, ánforas y metales.
Era una prolongación viva del puerto mayor, el lugar donde la ciudad respiraba mar y comercio.
Con la caída del Imperio, el tiempo la envolvió en silencio. Durante siglos fue tierra de marismas, esteros y salinas.
Pero en el siglo XVI, cuando los pescadores levantaron frente al mar una pequeña ermita dedicada a Santa Lucía, el barrio renació.
Aquella humilde capilla, regentada por la cofradía de la Virgen del Rosario, dio nombre y alma al lugar.
DÉCIMA I
Del mar brotó su oración,
de la sal su fortaleza,
y en su humilde ligereza
forjó luz y devoción.
Santa Lucía, bendición
de rezo y supervivencia,
fue ermita y conciencia,
refugio de los marinos,
que entre olas y destinos
encontraron su existencia.
II. El barrio marinero y las cuarentenas.
Desde entonces, Santa Lucía creció entre el rumor de las redes y el silbido del viento.
Sus casas se alineaban mirando al mar, y cada amanecer tenía olor a brea, pez y esperanza.
Pero el puerto, que traía riqueza, también traía desgracia.
Las epidemias de peste, viruela y cólera llegaban en los barcos, y los vecinos eran aislados para evitar contagios.
Las autoridades establecían cordones sanitarios que convertían al barrio en un islote humano: incomunicado, temeroso y resistente.
De ahí nació su apelativo eterno: “La Isla”.
Los marineros y obreros confinados sobrevivían gracias a la ayuda de los religiosos, y a la solidaridad de otras familias que, desde el casco urbano, enviaban víveres en pequeñas embarcaciones.
La ermita de Santa Lucía fue varias veces hospital de emergencia. Allí se atendió a los apestados del siglo XVII y a los coléricos de 1865 y 1885.
QUINTILLA I
Aislada por la desgracia,
vivió el pueblo su condena,
pero su fe fue cadena
que mantuvo la audacia
de no rendirse en la pena.
El aislamiento forjó un carácter único: solidario, fuerte, profundamente humano.
Los de la Isla aprendieron a resistir en comunidad.
III. El siglo XVIII y el despertar industrial
El siglo XVIII trajo progreso.
Con la construcción del Arsenal Militar y la apertura de nuevas rutas comerciales, Santa Lucía se consolidó como puerto menor.
Los pescadores convivían con carpinteros de ribera, calafates y artesanos del metal.
El barrio empezó a respirar industria, sin perder su alma marinera.
El siglo XIX lo transformó por completo.
En 1834, el industrial Tomás Valarino y Gattorno fundó la Fábrica de Cristal y Vidrio de Santa Lucía, una joya de la tecnología del momento.
Llegaron técnicos ingleses e italianos; el fuego de los hornos iluminaba la noche, y el sonido del soplador se mezclaba con el rumor del mar.
Allí se producían copas, lámparas y vidrieras de lujo que viajaban a toda España.
DÉCIMA II
Del fuego nació el cristal,
y del arte, su reflejo,
porque el barrio fue espejo
de un orgullo sin igual.
Santa Lucía inmortal,
de sopladores y obreros,
fue templo de los primeros
en mezclar arte y trabajo,
y en su vida, sin atajo,
forjó sueños verdaderos.
A su alrededor surgieron talleres de fundición, fábricas de desplatación y almacenes de carbón.
El Muelle del Plomo se convirtió en símbolo de la Cartagena industrial: allí llegaban los cargamentos de mineral procedentes de la Sierra Minera del Beal y La Unión.
Los hornos rugían, el humo teñía el aire y el barrio latía al compás del metal fundido.
QUINTILLA II
Muelle gris, fuego encendido,
fundición y mineral,
Santa Lucía industrial
fue reflejo endurecido
del esfuerzo universal.
IV. La Villa de Santa Lucía: autonomía y orgullo.
En reconocimiento a su pujanza, el Gobierno creó en 1842 el Ayuntamiento de Santa Lucía, otorgándole el título de “Villa”.
Por un breve período, el barrio tuvo alcalde propio, cabildo y jurisdicción sobre áreas cercanas.
La independencia duró apenas un año, pero marcó su conciencia colectiva.
Aunque la villa fue disuelta en 1843, el pueblo nunca olvidó que, por un tiempo, fue dueño de su destino.
DÉCIMA III
Fue villa breve y valiente,
con su alcalde y su razón,
y aunque corta la ocasión,
le dio orgullo a su gente.
Supo ser independiente,
y en su papel de jornada,
quedó escrita la mirada
de un pueblo con dignidad,
que exigía libertad
sin perder su fe sagrada.
V. Epidemias, caridad y resistencia.
En 1865 y 1885, el cólera arrasó Cartagena.
El barrio fue de nuevo punto cero de la epidemia.
El propio Tomás Valarino, ya anciano, abrió sus almacenes para dar agua y pan a los confinados.
Los vecinos cavaron fosas, cuidaron enfermos, y enterraron a sus muertos con lágrimas y rezos.
Pero sobrevivieron, una vez más, con dignidad y fe.
QUINTILLA III
Entre fiebre y desconsuelo,
Santa Lucía aguantó,
y el dolor que la azotó
la acercó más al cielo
que siempre la iluminó.
VI. El Cantón y el espíritu rebelde.
El 12 de septiembre de 1873, desde la Plaza de la Fuente, partió un grupo de hombres del barrio hacia Cartagena para unirse al Cantón Federal.
Eran pescadores, obreros, estibadores, hombres del puerto.
Marcharon por convicción, buscando una España más justa.
Muchos no regresaron, pero su ejemplo quedó grabado en la conciencia del barrio.
DÉCIMA IV
De la Isla partió el canto
del obrero libertario,
fue su grito necesario
contra el poder y su espanto.
Aunque breve fue su encanto,
la historia no los borra,
pues su sangre fue la aurora
de justicia y dignidad,
y su nombre en la ciudad
aún al viento se atesora.
VII. El siglo XX: el barrio del trabajo.
En el siglo XX, Santa Lucía consolidó su identidad obrera.
El puerto seguía siendo su corazón: lonjas, astilleros, talleres navales y carpinterías de ribera daban sustento a centenares de familias.
En los años 30 y 40, las procesiones y las tabernas eran el centro de la vida social.
La procesión del Nazareno, saliendo de la lonja en la madrugada del Viernes Santo, se convirtió en símbolo de devoción popular.
El barrio, golpeado por la posguerra, fue ejemplo de solidaridad.
Las mujeres organizaban comedores, los vecinos compartían pan, y los hombres trabajaban en el puerto con el orgullo de quien no se rinde.
QUINTILLA IV
Entre fe, dolor y aliento,
creció el barrio sin temores,
porque sus trabajadores
eran fruto del cimiento
de esperanza y de amores.
VIII. De la pobreza al progreso.
En los años 50, la falta de vivienda llevó al Ayuntamiento a construir casas obreras para pescadores y trabajadores en Santa Lucía, Los Juncos y Escombreras.
El barrio se expandió y cambió de rostro, pero no de alma.
En 1915 había nacido allí Ginés Huertas Celdrán, hijo de pescadores, que llegó a ser alcalde de Cartagena (1966-1973).
Su gestión mejoró la infraestructura urbana y los servicios básicos, sin olvidar sus orígenes humildes en “La Isla”.
DÉCIMA V
De la Isla hasta el poder,
subió con paso sincero,
y el orgullo marinero
le enseñó a bien ejercer.
Jamás quiso poseer,
sino servir y crecer,
y su vida fue entender
que el trabajo y la humildad
son raíces de verdad
que no deja perecer.
IX. El declive industrial y la memoria viva.
A finales del siglo XX, el humo del Muelle del Plomo se apagó.
Las fundiciones cerraron, los barcos se marcharon a Escombreras, y el barrio se quedó en silencio.
Pero Santa Lucía no murió: se reinventó.
El paseo marítimo, la restauración de la ermita y el esfuerzo vecinal devolvieron dignidad al barrio.
Aún se respira historia en sus calles: la fragua del vidrio, el eco del metal, el olor del pescado, las voces de los ancianos recordando las cuarentenas.
Santa Lucía sigue siendo la “Isla”, pero ahora abierta al mundo, orgullosa de su pasado.
QUINTILLA V
Ni el tiempo pudo borrar
su coraje ni su esencia,
porque en su supervivencia
el barrio vuelve a cantar
su leyenda y su presencia.
X. Epílogo: el alma de cristal.
Santa Lucía no es solo un barrio: es una lección de historia humana.
Fue hospital en la peste, fábrica en el progreso, fortaleza en la pobreza y escuela de vida en el dolor.
Sus gentes forjaron su alma entre la sal del mar y el fuego de los hornos, y su legado sigue vivo en cada piedra del muelle.
DÉCIMA VI
De sal, de fuego y sudor,
se hizo eterna su memoria,
y su humilde trayectoria
es de fe y de puro amor.
Santa Lucía, rumor
del alma cartagenera,
fue mártir y fue bandera,
pues en su lucha tenaz
nos enseña que la paz
nace en la gente sincera.







