domingo, octubre 12, 2025

Crónicas de un Pueblo. – Historia del Llano del Beal: la mina, el alma y la resistencia de un pueblo

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I. Donde nació el llano.

A los pies de la Sierra Minera de Cartagena y La Unión, entre ramblas y colinas de mineral, brotó a finales del siglo XIX un caserío humilde llamado Llano del Beal.

Fue refugio de jornaleros, pastores y arrieros que dejaron el campo seco del interior buscando trabajo en la mina.

Allí, entre el polvo de plomo y el silbido de los trenes mineros, se fue levantando un pueblo con las manos curtidas y el corazón ardiente.

Décima.

Entre el plomo y la esperanza,

nació un llano de sudores,

de obreros, hijos, amores

y del jornal la balanza.

Forjaron con su templanza

la historia que hoy nos guía,

y aquella pobre choza fría

se volvió pueblo y bandera:

la mina fue su madera

y su pan, la rebeldía.

 

II. El pulso del mineral.

Las primeras minas —El Lirio, Los Blancos, La Sultana, San Quintín— marcaron el destino del Llano.

Por la rambla del Beal descendían carros cargados de galena y blenda; los hornos vomitaban humo, y los hombres salían ennegrecidos pero erguidos.

El ruido de las poleas y los picos se confundía con el canto de las mulas y el silbido del viento.

La mina era madre y verdugo. Daba pan, pero también muerte; abría vetas de riqueza y de enfermedad.

Las noches del Llano olían a aguardiente, carbón y sudor.

Quintilla.

La sierra era su tormenta,

su escuela, su confesor,

la mina, su mal y su amor,

y entre polvo y herramienta

forjó su propio valor.

 

III. José Maestre Pérez: de curar mineros a fundar imperios.

Entre 1885 y 1890 llegó un joven médico, José Maestre Pérez, hijo de Cartagena, con bata blanca y corazón ambicioso.

Curaba a los mineros enfermos de saturnismo, a los niños con fiebres y a las mujeres agotadas de lavar.

Su consulta improvisada en el Llano fue su primer contacto con el dolor humano y con el negocio del mineral.

En poco tiempo, aquel médico que aliviaba heridas se convirtió en empresario, socio de los Zapata, fundador de compañías mineras, alcalde, diputado, ministro y gobernador del Banco de España.

El Llano fue su escuela; la mina, su universidad.

 

Décima.

Médico fue del obrero,

del pobre que no tenía

ni un real, ni garantía,

sólo fe y un cuerpo entero.

Cambió el pulso minero

por acciones y riqueza,

pero en la sierra, su pieza

sigue latiendo con fuego:

curó cuerpos, hizo juego,

y al Llano le dio nobleza.

 

IV. El ventorrillo del Tío Lobo: cuna del trato y del trovo.

En la esquina polvorienta donde el camino bajaba hacia la rambla, Miguel Zapata Sáez, el hombre que luego sería conocido como el Tío Lobo, levantó su primer ventorrillo.

Era una construcción humilde, de paredes de tapial, vigas de pino y techo de caña, que olía a madera, sudor y mosto nuevo.

Tenía una barra de tabla gruesa, unas pocas mesas renegridas, un espejo rajado en la pared y una lámpara de carburo que parpadeaba como un alma cansada.

Por la puerta siempre abierta entraban arrieros con sus bestias cargadas de mineral, mineros buscando un trago que les borrara la garganta del polvo, y mujeres que vendían pan, ropa o aguardiente en botellas escondidas.

Allí se hablaba de todo: de minas y derrumbes, de hijos nacidos, de amores y de muertos.

Se discutían las noticias de La Unión o Cartagena, los precios del mineral, las huelgas y hasta los milagros de Santa Bárbara.

En un rincón, sobre un banco de esparto, el propio Tío Lobo observaba sin hablar.

Anotaba mentalmente las deudas, los fiados, los tratos.

Sabía escuchar y sabía vender: al vino le añadía sonrisa, al aguardiente, confianza.

Entre trago y trago, forjaba relaciones, alianzas y rumores.

De aquel ventorrillo brotó la semilla de su imperio.

Vida cotidiana y alma del ventorrillo.

Por las tardes, cuando el sol se escondía tras las escombreras, el ventorrillo se llenaba de voces.

El vino corría de bota en bota, las cartas golpeaban las mesas, y un violín desafinado se mezclaba con la guitarra de algún trovero.

Las mujeres fregaban en la puerta, los niños jugaban entre las patas de los mulos y el aire traía olor a pólvora de mina y a pan caliente de horno.

Allí se sellaban tratos con un apretón de manos, se pagaba con mineral o con promesa, se mentía y se perdonaba.

El Tío Lobo solía decir: “en el Llano, quien no debe, no vive”.

Y entre risas, alguien recitaba un trovo que hacía callar hasta al perro.

 

Décima trovera.

En el ventorrillo el canto

se enreda con la partida,

el vino borra la herida

y el verso aligera el llanto.

Si el jornal fue desencanto

y el patrón dejó la herencia,

aquí manda la conciencia

del pobre que ríe y canta,

y el alma, aunque esté quebranta,

no pierde nunca su esencia.

 

Tratos, riñas y trovos

Era habitual que un sábado por la noche, tras cobrar el jornal, los mineros llenaran el local hasta no caber ni un alfiler.

Se bebía a tragos largos y se discutía con palabras gruesas.

A veces bastaba una mirada o una mano apoyada de más para que estallara una pelea: sillas volaban, botellas se rompían, y el Tío Lobo, sin moverse de su sitio, dejaba que la furia se apagara sola.

Luego, un trovero alzaba la voz y ponía orden con arte.

Quintilla

“Si el vino prende la llama,

que el verso apague la herida,

que el que canta da la vida

y el que odia solo inflama

la pena que no se olvida.”

 

Así, la poesía salvaba lo que la rabia encendía.

El trovo era juez y consuelo.

Los hombres, curtidos y pobres, encontraban en esas coplas improvisadas una forma de sentirse grandes, de no dejarse derrotar por la mina ni por el hambre.

El Tío Lobo y el oro del ingenio.

Miguel Zapata no solo vendía vino: compraba mineral, fiaba herramientas y escuchaba secretos.

Decía que el negocio no estaba en el vaso, sino en la palabra.

De aquel ventorrillo, entre copa y trato, pasó a comprar concesiones, invertir en lavaderos y levantar un emporio que haría historia.

Pero el alma del Llano quedó allí, en aquel ventorrillo que olía a humanidad.

Años después, cuando los periódicos lo llamaban “magnate”, aún había quien recordaba su primer mostrador y su sonrisa socarrona al decir:

“Todo lo que tengo lo aprendí sirviendo vino a los mineros.”

Décima final del ventorrillo.

En la venta del destino

nació el pulso de esta sierra,

donde el vino fue la tierra

y el trato, pan y camino.

Allí el pobre y el divino

compartían su verdad,

y en la misma humanidad

se fundía su diferencia:

fue el ventorrillo, en esencia,

la escuela de la igualdad.

 

V. La lucha obrera y la Casa del Pueblo.

El trabajo agotaba, el salario era injusto, la enfermedad constante.

De esa rabia nació la organización: la Sociedad Nueva España, la Casa del Pueblo, los primeros sindicatos.

El arquitecto Víctor Beltrí proyectó en 1913 un edificio moderno y amplio donde el pueblo pudiera reunirse, formarse y soñar.

Allí se celebraban asambleas, bailes, clases nocturnas y mítines.

Desde su tribuna, los mineros aprendieron a decir “¡basta!”.

En 1916, tras una asamblea multitudinaria, estallaron los Sucesos del Descargador, con muertos y heridos.

El Llano fue protagonista del despertar obrero del Campo de Cartagena.

Décima minera.

En la Casa del obrero

floreció la libertad,

y en su noble dignidad

habló el pueblo verdadero.

No hay patrón ni majadero

que apague aquel clamor,

ni mina ni compresor

que encierre tanta justicia:

nació del polvo la avicia,

mas del pueblo, su valor.

 

VI. El Casino El Progreso y la huella de Beltrí.

En 1909, la sociedad El Progreso encargó a Beltrí el Casino Modernista del Llano, joya obrera de ladrillo, rejería y azulejo.

Frente a la Casa del Pueblo, aquel edificio mostraba el orgullo de una clase trabajadora que también quería cultura, música y dignidad.

Ambos templos, el del trabajo y el del ocio, fueron testigos de la historia social del pueblo.

Hoy siguen en pie, testigos silenciosos de la inteligencia y el arte del modernismo cartagenero, símbolos del alma que resiste.

VII. El Llano resiste.

Con el paso de las décadas, la minería se transformó.

En los años 80, las explotaciones a cielo abierto amenazaron con devorar el pueblo: el proyecto Los Blancos III planeaba excavar bajo las casas.

Los vecinos se alzaron en guardia, construyeron “La Cabaña” como símbolo de resistencia y, día y noche, defendieron su tierra.

Las máquinas tuvieron que parar.

Desde entonces, “El Llano resiste” no es sólo una frase: es una epopeya popular.

Décima.

No hubo miedo ni mentira

que tumbara su entereza,

la mina quiso su pieza

y el pueblo encendió su ira.

Con coraje y con su mira

enfrentaron al poder,

y aún se escucha su querer:

“no queremos oro ajeno,

sólo pan limpio y terreno

donde volver a nacer.”

 

VIII. De la herida al futuro: descontaminación y memoria.

Tras el cierre de las minas, el polvo tóxico siguió cayendo.

La rambla del Beal se convirtió en un río de metales pesados que enfermó la tierra y las aguas del Mar Menor.

Los vecinos, cansados de promesas, volvieron a luchar: esta vez, por su salud.

El Estado ha iniciado obras de sellado y restauración, pero la memoria sigue viva: el Llano del Beal exige reparación, dignidad y un futuro limpio.

La herida de la mina aún sangra, pero el corazón del pueblo late más fuerte que nunca.

Quintilla final

No hay mina que te sepulte,

ni polvo que te condene,

que el viento, cuando te suene,

dirá que el Llano fue culto

y su pueblo no se rinde.

 

IX. Santa Bárbara, luz del minero

Cada diciembre, los vecinos del Llano se visten de devoción para honrar a Santa Bárbara, patrona de los mineros.

La misa, el pasacalles, las flores al monumento del minero y la comida compartida son hoy símbolo de identidad.

Bajo su manto, el pueblo recuerda a quienes murieron en la oscuridad, y celebra la vida que resiste sobre la tierra.

Décima.

Santa Bárbara bendita,

protectora del minero,

guarda el alma y el sendero

de esta tierra infinita.

Que tu luz nunca marchita

guíe al Llano en su camino,

y en su pulso cristalino

viva siempre la esperanza

de un pueblo que, sin venganza,

forja su propio destino.

 

Dedicatoria

A mi amigo Josémi de Lario Roca,

compañero de inquietudes y memoria,

por compartir conmigo el amor

a la historia y a la gente sencilla,

por defender el patrimonio y la palabra,

y por ser, como el Llano del Beal,

noble, constante y verdadero.

 

Que este artículo sea también tu homenaje,

amigo del alma y de la tierra.

 

Epílogo

El Llano del Beal no es sólo un punto en el mapa:

es un latido eterno de Cartagena y su sierra.

Nació del mineral, del sudor y del sacrificio,

creció entre huelgas, coplas y ventorrillos,

y hoy, pese al polvo y las heridas,

se levanta orgulloso como ejemplo de resistencia.

 

Décima de cierre.

Pueblo minero y valiente,

testigo de sol y mina,

en tu historia se adivina

la raíz de tanta gente.

Llano noble, resistente,

guardián de la sierra entera,

tu memoria, verdadera,

es faro, lucha y canción:

la mina fue tu prisión,

hoy eres llama y bandera.

 

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