En el corazón de Roldán, pedanía de Torre-Pacheco, se alza aún con señorío la Casa Valderas, una finca solariega que resume en sus muros la historia de la nobleza rural y el latido agrícola del Campo de Cartagena.
Su origen documentado se remonta a 1872, cuando aparece en un plano como hacienda de D. Francisco Melgarejo. Más tarde pasó al linaje de los Fontes-Melgarejo, familia ligada al Marquesado de Torre-Pacheco. Fue en sus manos cuando, a finales del XIX, se construyó la actual residencia señorial como regalo de bodas a doña Concepción Díaz de Mendoza y Aguado, símbolo de una época en que la tierra era riqueza y prestigio.
El estilo arquitectónico de la casa refleja el neoclasicismo afrancesado con guiños al modernismo naciente: fachada de ladrillo visto, rejería en forja, balcones con columnas, azulejos en tonos azulados y un porte que buscaba distinguir a la finca como algo más que un centro agrícola: era el palacete rural de la comarca, donde se fundían el esplendor social y la raíz campesina.
El sustento de la vida: agua, campo y huerta.
Ninguna hacienda de estas dimensiones podía vivir sin agua. En el patio, ocultos tras muros encalados, se abrían los aljibes que recogían la lluvia, guardianes del bien más preciado en el secano cartagenero. Un pozo profundo, con brocal de piedra y torno de hierro, completaba el abastecimiento. De allí se extraía el agua que alimentaba a las bestias, a los frutales y al propio servicio de la casa.
A la sombra de la finca crecían cítricos de azahar perfumado, granados de rubí brillante y parras generosas que regalaban racimos de uva fresca en verano. La fruta de
temporada no era lujo, sino compañía diaria en la mesa de señores y caseros, símbolo de la abundancia bien administrada.
Trovo
Del agua vive la parra,
del pozo brota la vida,
y en la comarca querida
cada fruto se declara
como herencia compartida.
El vino de la finca.
Entre los cuidados de la hacienda estaba también la elaboración de vino propio, siguiendo la tradición del Campo de Cartagena. En los lagares se pisaban uvas mesegueras y moscateles, que daban caldos sencillos pero perfumados, servidos en jarras de barro durante las comidas de los trabajadores y embotellados con esmero para los banquetes de los marqueses. Era un vino humilde en su esencia, pero noble en su intención: unir la tierra, la mano del hombre y la alegría de compartirlo en la mesa.
Trovo
Con uva moscatel fina,
y meseguera madura,
se llenaba la tinaja pura
y en la copa cristalina
rebosaba la ternura.
Dependencias y oficios.
La finca era un pequeño mundo ordenado.
- Las cuadras albergaban caballos y mulas, fuerza viva para arar, trillar y tirar de los carruajes que traían a los señores desde Cartagena o Murcia.
- La granja bullía con gallinas, pavos y cerdos, mientras las cabras daban leche para quesos frescos.
- En el lavadero, el agua corría sobre piedras desgastadas al ritmo de las canciones de las mujeres que restregaban la ropa.
- La almazara, con su piedra girada por la mula paciente, extraía el aceite que llenaba tinajas de barro, el oro líquido que era orgullo del Campo.
- El horno moruno perfumaba el aire con hogazas y rosquillas, mientras las cocinas, de fogones abiertos, hervían caldos espesos y guisos que reconfortaban tanto al señor como al jornalero.
Los guardeses y caseros vivían junto a estos espacios, en habitaciones sencillas de cal blanca y techumbres humildes. Ellos eran la sangre que mantenía viva la finca cada día del año.
Trovo
Pan cocido en horno entero,
aceite verde en la almazara,
queso fresco en la majada,
y el jornal del jornalero
que la tierra le amparaba.
La vida de los marqueses.
Cuando llegaba el verano o la época de la cosecha, la casa solariega se transformaba. Los marqueses, acompañados de invitados ilustres, ocupaban la planta noble:
- Salones de recibo con espejos y cortinajes, donde se servía licor de café y dulces conventuales.
- El gran comedor, presidido por una mesa alargada, donde el vino propio se servía en copa junto a carnes de caza y postres de fruta fresca.
- Las habitaciones de huéspedes, con camas de hierro forjado y aguamaniles de loza, estaban siempre dispuestas para amigos y familiares.
En las noches de fiesta, las lámparas de aceite y los faroles iluminaban los jardines, las damas lucían abanicos bordados y los caballeros conversaban sobre cosechas, política o negocios en Cartagena. La música de un piano o de un violín llenaba los salones, mientras en la distancia el casero aún revisaba las cerraduras del aljibe y el silencio de la almazara.
Canto al Campo de Cartagena.
La Casa Valderas fue, y sigue siendo, símbolo de lo que une al Campo de Cartagena:
- Agua y tierra, aljibes y pozos.
- Árboles frutales, parras y olivares.
- Aceite, pan y vino.
- Señores y caseros, dos mundos distintos pero complementarios.
Allí se resume el espíritu de nuestra comarca: un mosaico de pueblos, tradiciones y familias que supieron vivir de lo que la tierra ofrecía y al mismo tiempo soñar con la modernidad que llegaba.
Trovo
Cartagena y su comarca,
tierra de sol y esperanza,
de esfuerzo y de confianza,
que la historia nunca abarca
si no hay unión y templanza.
Una reflexión necesaria.
Hoy la Casa Valderas, restaurada con esfuerzo y reconocida con premios, no cumple el destino para el que renació. Su uso actual, alejado del espíritu histórico y cultural que la envuelve, resta valor a lo que debería ser un referente patrimonial y social.
No podemos resignarnos a que un palacete que guarda en sus muros la memoria de una comarca entera quede limitado a un uso que nada tiene que ver con su historia. El
pueblo de Torre-Pacheco y toda la comarca natural del Campo de Cartagena merecen que este espacio sea un gran centro de interpretación, un lugar donde se evoque la vida agrícola, social y señorial de aquellos tiempos.
Un centro abierto al visitante, a las escuelas, a los investigadores, a los vecinos que quieran reencontrarse con su memoria. Una casa viva, que explique cómo trabajaban los caseros, cómo vivían los guardeses, cómo celebraban los marqueses y cómo todo ello forma parte de nuestro ADN comarcal.
La Casa Valderas debe ser mucho más que un edificio restaurado: debe ser la voz de nuestra tierra, un faro de unión entre los municipios del Campo de Cartagena.
Trovas reivindicativas.
Décima I
La Casa Valderas pide
volver a su noble historia,
recobrar toda su gloria
que el abandono divide.
Que el pueblo nunca se olvide
de su esencia y su verdad,
que recobre dignidad,
que sea faro encendido,
y en su patio renacido
cante el alma en libertad.
Quintilla I
No es museo ni es escuela,
ni un lugar para aprender,
si el uso logra perder
la memoria que consuela
lo que fuimos y hay que ser.
Décima II
Si el silencio la condena
a un destino equivocado,
se traiciona lo sagrado,
la raíz de nuestra arena.
Que despierte la cadena
de los pueblos del lugar,
que la vengan a cuidar
con amor y con empeño,
porque el más hermoso sueño
es saberla interpretar.
Quintilla II
Que Valderas se levante,
que se abra de par en par,
para el niño y el estudiante,
para el abuelo constante
que la quiere visitar.
Décima III
De Torre-Pacheco entera,
de la comarca vecina,
que su historia se adivina
como herencia verdadera.
Que su voz nunca muriera,
que su aljibe vuelva a dar,
que sus muros quieran ser
centro vivo y de unión,
y que lata el corazón
del Campo en su despertar.
Quintilla III
Pueblo unido y con voz clara,
que no calla ni se esconde,
que pide y nunca repara:
que Valderas se declarara
como herencia que responde.