I. El fuego que encendió una era.
Año de 1834. Cartagena se desperezaba del letargo del siglo anterior cuando, en el barrio marinero de Santa Lucía, comenzaron a alzarse unas chimeneas que anunciaban la llegada de la industria moderna.
Allí, donde el olor a brea y salitre convivía con los rezos de los pescadores, se encendieron los hornos de la Fábrica de Cristal y Vidrio, fundada por Tomás Valarino y Gattorno, un genovés de carácter firme y mirada de comerciante.
El puerto ofrecía carbón, caliza y sosa; el mar traía materias y exportaba sueños. Así, entre cañas, muflas y crisoles, nació el brillo cartagenero que hizo del fuego un arte y de la arena una joya.
Quintillas
En Santa Lucía ardía
la llama de la creación,
soplaba el alma y nacía
del vidrio la melodía
que dio nombre a una nación.
II. Los Valarino: burgueses del progreso.
La familia Valarino-Gattorno llegó desde Génova buscando fortuna. En Cartagena hallaron el enclave perfecto: puerto natural, astillero militar y una burguesía emergente dispuesta a consumir belleza.
Tomás, hijo de Ángel Valarino Mordeglia y de Librada Gattorno Bregante, fue mucho más que un industrial: prestamista, comerciante marítimo, político y visionario.
En 1834, junto a su hermano Juan, solicita licencia para levantar una fábrica de cristal blanco en los terrenos que poseían en Santa Lucía. Allí se gestó una epopeya de talento y sudor que daría a Cartagena su primera gran industria decorativa.
Décima
De Génova vino el arte,
del mar llegó la ambición,
mezcló fuego y devoción
en la arena de su parte.
Con firmeza y estandarte
fue Valarino un titán,
supo hacer del artesán
maestro de transparencia,
y en su noble inteligencia
brilló el nombre de su afán.
III. La fábrica y su entorno.
El barrio de Santa Lucía se convirtió en una pequeña ciudad dentro de la ciudad. Las casas de los obreros se alineaban frente al humo de las muflas, y los niños crecían al compás del silbido del vidrio soplado.
La fábrica ocupaba una gran manzana con hornos, almacenes, talleres de tallado y dependencias administrativas.
Su proximidad al muelle facilitaba la carga y descarga de materiales: arena, potasa, cal y carbón. Con la llegada del ferrocarril en 1860, el comercio se expandió a toda la península.
Quintillas
Era el barrio un hervidero
de obreros y de canciones,
donde el sudor marinero
se mezclaba con el acero
de mil aspiraciones.
IV. El arte del vidrio y su gente.
En sus primeros años trabajaron diecisiete obreros cualificados, la mayoría franceses, belgas e ingleses, que formaron a jóvenes cartageneros.
Con el tiempo, la plantilla superó los trescientos sesenta trabajadores, entre sopladores, talladores, grabadores, prensadores, pulidores, almacenistas y contables.
Cada oficio tenía su orgullo, y el barrio respiraba el aire de la hornada: días de trabajo, noches de fuego.
Décima.
Al toque de la sirena
el barrio cobraba vida,
y la llama encendida
se hacía canto y cadena.
En la arena, la azucena
del cristal florecería,
y en la noche todavía
entre hornos y sudor,
la luz del trabajador
templaba su valentía.
V. El mercado del brillo.
El catálogo de la fábrica llegó a incluir más de mil piezas distintas: copas, jarras, lámparas, botellas, licoreras, espejos y servicios de mesa.
El vidrio blanco de Santa Lucía era reconocido por su pureza y transparencia, rivalizando con los talleres de Barcelona, Cádiz o Madrid.
Obtuvo prestigiosos premios:
Medalla de Oro en la Exposición de Madrid (1841).
Cruz de Carlos III (1842).
Mención honorífica en la Exposición Universal de París (1878).
Medalla de Oro en la Exposición de Barcelona (1888).
Premio en la Exposición de Murcia (1900).
Quintillas
Oro dieron por su arte,
cruz le dieron por su amor;
que el vidrio fue estandarte
y el mar puso de su parte
reflejos de su fulgor.
VI. Una burguesía de industria y prestigio.
Los Valarino, como otros industriales cartageneros, diversificaron sus intereses:
participaron en la Fábrica de Loza La Amistad, en el comercio marítimo, en la banca local y en las sociedades mineras que florecían en la Sierra de Cartagena-La Unión.
Su ascenso social culminó con el título de Conde de Santa Lucía (1875) concedido por Alfonso XII a Tomás Valarino, quien supo unir industria, estética y prestigio.
Décima
Conde fue por su trabajo,
no por sangre ni blasón;
del sudor hizo pasión,
del taller, noble atajo.
Y el mar, espejo y atajo,
le dio brillo a su destino;
pues con soplo cristalino
elevó a Cartagena entera,
que del fuego y la quimera
hizo arte su camino.
VII. La gran alianza vidriera (1908).
En 1908, la empresa se integró en la Unión Vidriera de España, con sede en Barcelona, junto a otras nueve fábricas del país.
La unión pretendía modernizar el sector y competir con la producción extranjera, pero también trajo dependencia y pérdida de autonomía.
Aun así, Cartagena siguió produciendo cristal de alta calidad hasta mediados del siglo XX.
VIII. Crisis, guerra y cierre.
Las crisis económicas, la competencia internacional y las guerras fueron erosionando los cimientos de la industria.
Los nuevos métodos automáticos de prensado y el vidrio industrializado dejaron sin espacio al arte soplado y tallado.
Finalmente, en 1955, la vieja fábrica cerró sus hornos.
El humo se disipó sobre la bahía, pero el brillo permaneció en la memoria del pueblo.
Quintillas
Se apagó la chimenea,
quedó el barrio en silencio,
pero el arte que recrea
su fulgor aún golpea
en el alma y en el lienzo.
IX. Herencia y memoria: el MUVI.
Hoy, en el Museo del Vidrio de Santa Lucía, el visitante puede oír el soplido del cañón de hierro, ver las herramientas gastadas por las manos del tiempo y sentir el calor de la historia.
El MUVI no es sólo un museo: es una escuela viva donde aún se enseña a soplar el vidrio, donde la arena vuelve a ser poesía, y el fuego, esperanza.
Décima final
No murió la transparencia,
ni el soplo, ni la emoción;
vive en cada exposición
la herencia y la conciencia.
El vidrio es resistencia,
es cultura y es trabajo,
es raíz, fuego y atajo
para ver la identidad.
Cartagena, en tu bondad,
aún brillas bajo el estajo.
Epílogo
La Fábrica de Cristal y Vidrio de Santa Lucía fue más que una industria:
fue una escuela de oficios, una fuente de progreso, un emblema de orgullo cartagenero.
Hoy, cuando paseamos por el barrio y sentimos el rumor del mar, parece escucharse el eco de aquellos hornos, el murmullo de los sopladores y el tintineo de las copas recién nacidas.
Y en cada reflejo del sol sobre el puerto, Cartagena vuelve a brillar…
como el cristal que una vez la hizo eterna.







