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Crónicas de un Pueblo. – Muerte de Juan Vicente Fernández, El Chipé

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PorJosé Antonio Martínez Pérez

19 de julio de 2025
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Un personaje temido, una ciudad al límite y un final marcado por la furia popular

Una sombra en las calles de Cartagena

A comienzos del siglo XX, cuando las calles del Molinete aún eran un hervidero de pasiones, penurias y supervivencia, el nombre de Juan Vicente Fernández, más conocido como El Chipé, empezaba a grabarse a fuego en la memoria colectiva de Cartagena. No por méritos artísticos, políticos o sociales, sino por algo más oscuro: el temor. Su sola presencia era sinónimo de problemas. La gente bajaba la mirada cuando lo cruzaba, los rumores le precedían como una amenaza sorda, y en los callejones, su apodo se pronunciaba en voz baja.

Nacido en Alhama de Murcia en 1901, llegó a Cartagena de joven, junto a su familia, y se instaló en el barrio del Molinete, donde la miseria y la picardía iban de la mano. Su padre, esquilador, solía repetir tras cada faena “me ha quedao chipé”, palabra calé que significa “perfecto”, y de ahí heredó su sobrenombre. Pero Juan Vicente no se contentó con ser un vecino más. Pronto se forjó una reputación de matón, un hombre duro, impredecible y violento, que alternaba trabajos como estibador portuario con el proxenetismo y la extorsión.

Sangre, cuchillos y protección política

No tardó en acumular un historial delictivo. En 1918, con apenas 17 años, apuñaló hasta la muerte a su cuñado Antonio Vargas, el “Lili”, en una discusión familiar. En 1920, disparó en una taberna a dos hombres que se habían reído de él, y fue herido también en la trifulca. Su hoja de delitos era extensa y conocida, pero rara vez pisaba la cárcel: los cargos se retiraban, los testigos desaparecían o simplemente, los jueces miraban hacia otro lado.

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¿Por qué? Porque El Chipé no era un delincuente cualquiera. Era un “hombre de confianza” de ciertos sectores políticos conservadores de la ciudad. Le usaban para intimidar a sindicalistas, para reventar actos progresistas, para amenazar a los que molestaban a los poderosos. Durante las elecciones de febrero de 1936, su papel fue especialmente activo, actuando como matón a sueldo de intereses conservadores.

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Era, en resumen, el ejecutor de una violencia que se cocinaba en las alturas. Y esa protección fue lo que más alimentó el odio popular hacia su figura. No solo hacía el mal, sino que parecía intocable.

19 de julio de 1936: el día que todo estalló

El golpe militar del 18 de julio de 1936 dejó a Cartagena en vilo. La ciudad, estratégica por su arsenal y su puerto, se mantuvo fiel a la República. En ese contexto de tensión, El Chipé salió a la calle creyéndose aún impune. Fue visto en el Café Suizo, en la calle Mayor, acompañado de un amigo. Brindaban, según testigos, por la “pronta llegada del orden” y el triunfo del alzamiento.

Tras su consumición, caminó hacia su casa por la calle San Fernando, pero al llegar a la calle Honda, un grupo de jóvenes de izquierdas lo reconoció y le increpó. Las palabras se volvieron gritos, y los gritos en pelea. El Chipé, como tantas veces, sacó su navaja y apuñaló a dos personas. Sin embargo, esta vez no hubo escapatoria. La Guardia de Asalto lo redujo y lo condujo a la comisaría de la Subida de San Diego.

La ciudad despierta: la ira popular

La noticia corrió como la pólvora. En cuestión de minutos, más de mil personas se agolpaban frente a la comisaría. Se oían gritos: “¡Entregad al asesino! ¡Que no se escape esta vez!” Muchos de los presentes eran familiares o amigos de personas agredidas por El Chipé en el pasado, otros simplemente estaban hartos de tanta impunidad. La multitud, tensa y furiosa, no aceptaba una solución legal. Querían justicia… o venganza.

El alcalde, nervioso por la presión popular, ordenó que fuese trasladado discretamente a la cárcel de San Antón. Para evitar un linchamiento en la misma puerta de la comisaría, encargó la misión al concejal Manuel Martínez Norte, militante de la CNT, quien acompañó el traslado en un vehículo oficial.

La ejecución sin juicio

Pero no llegaron lejos. La multitud bloqueó el paso del vehículo en el cruce del paseo de Alfonso XIII. El coche quedó inmovilizado. Entonces, según testimonios recogidos después, el propio Martínez Norte sacó su pistola y le disparó en la cabeza, mientras decía:

“Chipé, te voy a hacer un favor”.

Con el cuerpo ya sin vida, el odio acumulado durante años se desató sin freno.

El cuerpo, la rabia, la memoria

El cadáver fue sacado del coche y arrastrado por decenas de personas. Por la Plaza de España, por la calle Carmen, por la calle Mayor… La ciudad entera fue testigo de aquella procesión macabra. Algunos lo golpeaban, otros le escupían. Una mujer gritó: “¡Por mi hermano, cobarde!”. En el muelle, intentaron prenderle fuego rociándolo con gasolina, pero la humedad del cuerpo lo impidió.

Finalmente, el cuerpo fue abandonado cerca de la Puerta de San José. Allí lo recogió la Cruz Roja al día siguiente, en silencio, sin ceremonia, y lo enterró en el cementerio de Los Remedios. Sin lápida, sin nombre.

Un final simbólico para un tiempo enfermo

El caso de El Chipé no fue solo una ejecución. Fue la catarsis brutal de un pueblo que se sintió humillado y ultrajado durante años. Fue la justicia tomada por la mano, con todas sus consecuencias. Lo que ocurrió aquel 19 de julio es uno de los episodios más crudos, oscuros y reveladores de lo que puede provocar la impunidad amparada por el poder.

Cartagena, que había callado tanto, estalló en una sola tarde. Y dejó escrito en la historia un aviso: la violencia genera más violencia.

Un refrán nacido del miedo

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Desde entonces, se acuñó una frase que aún se escucha en la ciudad:

“Te vas a ver como El Chipé”.

Una advertencia popular que evoca, no solo la muerte de un matón, sino la memoria de una ciudad que fue capaz de sacudirse el miedo a su modo, aunque fuera con sangre y fuego.

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