El 25 de junio de 1272 El rey Alfonso X el Sabio, reconquistó Cartagena.
Hay nombres que se borran con el paso del tiempo y otros que, aunque dormidos, siguen palpitando bajo la piel de las piedras antiguas. Así ocurre con Qartayannat al‑Halfa, el nombre que recibió Cartagena durante los siglos en que fue parte de al‑Ándalus, un periodo tan desconocido como fascinante que dejó huella en el alma de la ciudad.
Una ciudad con aroma de esparto
Tras la conquista musulmana de la península ibérica en el año 711, la antigua Carthago Nova visigoda cayó en manos árabes hacia el 734, en plena expansión del Califato Omeya. Fue entonces cuando la villa costera adoptó el nombre de Qartayannat al‑Halfa, que podría traducirse como “Cartagena de la espartaria”, haciendo alusión a la abundancia de esparto —una fibra vegetal utilizada para cuerdas, esteras y tejidos— que crecía en la comarca y que fue base de su economía durante siglos.
Perteneciente a la Cora de Tudmīr, el territorio gobernado por el pacto entre el noble visigodo Teodomiro y los nuevos dirigentes islámicos, Cartagena quedó integrada en una estructura administrativa que respetó algunas costumbres locales, a cambio de tributos y lealtad al emirato.
La vida en Qartayannat
La ciudad no fue en esos años una gran urbe, sino una villa portuaria modesta, pero viva. Su medina, asentada en torno al cerro de la Concepción, albergaba las instituciones
más importantes: la mezquita, el zoco, los baños públicos, la alhóndiga y la alcazaba que vigilaba desde lo alto.
Las calles eran angostas y sinuosas, cubiertas por toldos que protegían del sol. Las casas, de una o dos plantas, estaban construidas con adobe y piedra, organizadas en torno a patios interiores donde el agua y el frescor eran bendiciones. A su alrededor, los barrios obreros se extendían con humildad, habitados por artesanos, pescadores, comerciantes, alfareros y esparteros.
Los productos del mar y del campo abastecían los mercados. Se comerciaba con sal, pescado seco, cereales, vino (para los no musulmanes), y sobre todo con esparto, que dio fama a la ciudad y origen a su nombre árabe.
Sociedad mestiza y plural
Qartayannat fue un ejemplo de convivencia en una época donde la pluralidad era ley. La ciudad albergaba musulmanes, muladíes (cristianos convertidos al islam), mozárabes (cristianos que mantenían su fe), y mawālī (esclavos libertos). Cada comunidad vivía bajo sus normas y se relacionaban entre sí en un delicado equilibrio.
La lengua árabe dominaba el paisaje urbano, pero los acentos y las tradiciones de los antiguos pobladores visigodos aún se dejaban oír en las callejuelas del puerto. Era un mundo de matices, de perfumes mezclados, de palabras heredadas y de leyendas compartidas.
La fortaleza sobre la colina
En lo alto del cerro, donde siglos antes se alzaron templos romanos, se construyó una alcazaba musulmana que dominaba la bahía. Con torreones, murallas y una red de cisternas, el castillo defendía la medina y servía de refugio en caso de ataque.
Con el tiempo, muchas de sus estructuras serían reaprovechadas por los cristianos tras la Reconquista, y acabarían dando forma al actual Castillo de la Concepción, símbolo de la Cartagena medieval.
La poesía que nace del exilio
Entre los hijos ilustres de Qartayannat destaca un nombre que ha llegado hasta nuestros días con el perfume de los versos antiguos: Hazim al-Qartayanni (1211‑1284), uno de los últimos grandes poetas andalusíes. Nacido en Cartagena, fue testigo del final de su mundo. Con la llegada de las tropas cristianas en 1245, muchos musulmanes huyeron
o fueron desplazados, entre ellos Hazim, quien vivió el resto de su vida en el exilio, escribiendo con nostalgia sobre su tierra perdida.
Sus poemas, de profunda belleza, retratan el dolor del desarraigo, el amor por su tierra natal y la amargura de ver cómo Qartayannat se desvanecía bajo otros nombres y otras leyes.
El final de un tiempo
En 1245, la ciudad fue conquistada por el infante Alfonso, futuro Alfonso X el Sabio. Aunque se permitió inicialmente a algunos musulmanes permanecer como mudéjares, en 1264, tras varias rebeliones en el reino de Murcia, la población islámica fue definitivamente expulsada.
Las mezquitas se convirtieron en iglesias, los baños en almacenes, y las murallas vieron ondear nuevas banderas. La Qartayannat musulmana desaparecía, pero sus raíces seguirían vivas, bajo las piedras, en las costumbres, en el habla, en el alma de Cartagena.

Recordar a Qartayannat al‑Halfa no es solo evocar un nombre antiguo o un periodo olvidado. Es reconocer que Cartagena no se entiende sin su pasado musulmán, que cada rincón del casco histórico guarda una historia, una huella, una sombra de aquella ciudad que una vez fue cuna de poetas, comerciantes y soñadores.
Hoy, mientras caminamos por la calle del Cañón o miramos hacia el castillo, podemos imaginar —como en un sueño escrito en esparto y sal— la silueta de una medina viva, de voces que rezan al atardecer, de una cultura que aún nos habita, aunque no la veamos.