La llegada de los Llagostera y el pulso de la ciudad.
A finales del siglo XIX, Cartagena vivía un renacimiento. El hierro y la plata de la sierra minera llenaban los bolsillos de muchos, y la ciudad se transformaba en un escaparate de poder y modernidad.
En ese marco llegaron los Llagostera, comerciantes de tejidos con raíces catalanas, que vieron en Cartagena un puerto abierto a la prosperidad y al refinamiento social.
Su establecimiento en la calle Mayor no fue casual: era el corazón del comercio, donde la burguesía paseaba, compraba y se dejaba ver. Allí, sus telas finas y elegantes marcaron tendencia. Y con ellas, tejieron también su prestigio.
Décima.
En la calle la elegancia,
Cartagena presumía,
los Llagostera ofrecían
tejidos con importancia.
Era prenda y era alianza,
era lujo en cada tela,
y al que entraba en su escuela
le vendían distinción,
mezclando en cada estación
Cataluña y su acuarela.
La Casa Llagostera: comercio y símbolo.
Entre 1913 y 1916, la familia encargó al arquitecto Víctor Beltrí la construcción de un edificio que fuese al mismo tiempo negocio y vivienda: la Casa Llagostera, joya modernista que aún hoy preside la calle Mayor.
En su planta baja se ubicaba el comercio de tejidos. En los pisos superiores, la residencia familiar, decorada con salones amplios, mosaicos y yeserías. Pero lo que convirtió la casa en emblema fue su fachada: una sinfonía de cerámicas alegóricas donde Mercurio (dios del comercio) y Minerva (sabiduría) saludaban a quien pasaba, junto a los escudos de Cartagena, Murcia, Barcelona y Manlleu, recordando la identidad plural de la familia.
Décima
La casa fue la bandera
del comercio en la ciudad,
mezcla de arte y verdad
que a Cartagena vistiera.
Hoy su fachada espera
tras un velo que la oculta,
un insulto que sepulta
su historia tras el cartón,
vergüenza de una nación
que abandona y no consulta.
La Torre Llagostera: ocio burgués en el Huerto de las Bolas.
En 1908, Esteban Llagostera encargó otra obra a Beltrí: la Torre Llagostera, en el llamado Huerto de las Bolas, un espacio de recreo en las afueras (Santa Ana).
El edificio, con su torre cuadrada, sus azulejos en trencadís y su profusa decoración floral, era un canto al modernismo catalán en tierras cartageneras. Era allí donde la familia recibía amistades, celebraba reuniones y disfrutaba de la vida campestre sin renunciar al lujo.
Hoy, tras ser declarado Bien de Interés Cultural, la finca ha recuperado parte de su esplendor. El mirador y las verjas históricas han sido restaurados, y las bolas cerámicas que le dan nombre vuelven a brillar.
Quintilla
En la torre de recreo,
con azulejo y balcones,
era un palacio de acciones
que mostraba su deseo
de alcanzar distinciones.
Los Llagostera: burguesía de prestigio.
No fueron mineros ni banqueros, pero supieron hacerse un hueco en la burguesía cartagenera. Su comercio textil era sinónimo de calidad, y sus residencias, símbolos de modernidad.
Mientras los Aguirre, los Maestre o los Cervantes invertían en minas y palacetes, los Llagostera apostaron por el tejido urbano y cultural, con un pie en la tradición catalana y otro en la sociedad cartagenera.
Su papel fue el de intermediarios entre dos mundos: el de la industria textil catalana y el de la Cartagena que buscaba vestirse de modernidad.
Décima.
Con telas tejió fortuna,
con casas tejió su historia,
y en la ciudad quedó gloria
de su huella oportuna.
Hoy la luna, casi impune,
llora al ver la sinrazón,
que en nuestra calle Mayor
solo queda la fachada,
y su alma destrozada
se ahoga de indignación.
Patrimonio herido y conciencia ciudadana.
El caso de la Casa Llagostera es un espejo roto de nuestra relación con el patrimonio:
Se demolieron los interiores durante obras en 2010, conservando únicamente la fachada, hoy oculta tras un andamio y una lona.
Lo que fueron salones, escaleras y vida familiar se perdió bajo la piqueta.
Bajo sus cimientos aparecieron restos del puerto romano de Cartago Nova, prueba de la riqueza arqueológica que siempre late bajo nuestra ciudad.
Hoy, lo que debería ser orgullo y emblema, es insulto y vergüenza. El comercio que engrandeció la calle Mayor yace enterrado bajo un silencio administrativo, mientras la fachada espera su resurrección.
Décima final.
De Llagostera aprendimos
que el comercio es identidad,
y que en nuestra ciudad
los patrimonios perdimos.
Mas si juntos defendimos
el pasado con fervor,
será semilla y ardor
que a Cartagena rescate,
y en justicia se remate
su futuro con honor.
Reflexión.
La historia de los Llagostera es la de una familia que vistió a Cartagena de modernidad, que dejó huella en su comercio, en su arquitectura y en su vida social.
Hoy su recuerdo se convierte en reivindicación: no se puede seguir tolerando que la desidia borre nuestra memoria.
Cada piedra caída es una página arrancada a nuestra historia. Y nosotros, herederos de esa memoria, tenemos el deber de exigir que no quede reducida a un andamio tapado ni a una fotografía amarillenta.

