Cartagena lo esperaba con la emoción de quien reconstruye la casa después de la tormenta. Aún resonaba en las piedras el estampido de la Sublevación Cantonal (1873-1874) y de aquel sitio que dejó heridas materiales y morales. Llegaba Alfonso XII, el “Pacificador”, para bendecir con su presencia unas obras de puerto que eran promesa de comercio, abrigo y modernidad. No venía solo: venía con la idea de recomponer, de reconciliar, de poner nuevamente a esta bahía —puerta y escudo— en la ruta del progreso.
El telón de fondo: de la plaza sitiada al puerto que renace
Tras la rendición de enero de 1874, el Estado autorizó ganar terreno al mar y levantar un nuevo muelle frente a las murallas. Se trataba de cambiar la fisonomía del borde marítimo y de dotarlo de un espacio amplio, operativo y digno de la ciudad naval por excelencia. Tres años después, la obra estaba lista para lucirse ante el monarca. Aquella explanada, con el tiempo, sería el Paseo de Alfonso XII —un nombre ganado en un día de febrero y conservado por generaciones.
Décima
Cartagena abre su seno,
tras pólvora y desaliento;
vuelve el muelle a ser cimiento
de un porvenir claro y pleno.
Llega el rey (recio y sereno)
y en las aguas, la afición,
siente alivio al corazón:
si el puerto crece, la vida
de la ciudad dolorida
recupera su razón.
22–24 de febrero de 1877: la visita que bautizó un paseo
Recepción y Te Deum
La crónica local, aún viva en papeles y memorias, describe un protocolo completo: recepción por la Corporación municipal —presidida por Jaime Bosch y Moré— y Te Deum en Santa María de Gracia. La ciudad estaba dispuesta para el gesto simbólico de la reconciliación: el rey en el templo, el pueblo en las calles, los ediles y la guarnición en su sitio.
El día grande: 24 de febrero
Sábado, 24 de febrero de 1877. El acto central fue la inauguración de las obras del muelle comercial, inmortalizada por un grabado de La Ilustración Española y Americana (8 de marzo de 1877) con una leyenda incontestable: “verificada por S. M. el 24 de febrero”. Aquel dibujo editorial fijó la escena para siempre: uniforme, gentío, banderas, y el muelle como escenario de un país que quería dejar atrás el estrépito y abrirse al tráfico, al paseo, a la vida civil.
Desfile, Hospital de Caridad y la noche a bordo
Desde la galería del Ayuntamiento, el monarca presenció el desfile de tropas; después visitó el Santo Hospital de Caridad, símbolo de la piedad cívica cartagenera. Más tarde embarcó en la falúa real y pasó a la fragata acorazada Vitoria, buque de la Escuadra de Instrucción, donde se alojó. Por la tarde recibió al Ayuntamiento en el Arsenal. Las letras de la época son explícitas y coinciden en esta coreografía de ciudad, mar y corona.
Quintilla
Muelle nuevo y clarín,
tropas en formación;
caridad y delfín,
hierro, humo y timón:
la bahía en procesión.
Un paseo con nombre propio
El nuevo muelle no fue solo infraestructura: se convirtió, en la década siguiente, en gran salón urbano. Ferias, tinglados, cafés, verbenas de verano… A partir de los años 80 del XIX, el espacio ya se reconocía popularmente como Paseo de Alfonso XII, y la ciudad fue apropiándose de aquella explanada ganada al mar como si siempre hubiera estado allí.
Un rey joven, una salud frágil, un legado a medio decir
La estampa de Cartagena con Alfonso XII tuvo algo de acto fundacional de la Restauración en clave marítima: reconciliar, invertir, tejer confianza. Pero el rey —que tanto viajó para verse y dejarse ver— murió con apenas 27 años en El Pardo (25 de noviembre de 1885), víctima de la tuberculosis. Su salud quebradiza no le impidió recorrer España, pero sí acortó una agenda reformista que, de haber tenido más tiempo, acaso habría entregado a Cartagena una cosecha más larga de visitas, maniobras y obras.
Epílogo lírico: trovo resumen
Décima
Cartagena abrió su puerto,
con banderas y alegría,
y en su febril compañía
el rey halló rumbo cierto.
Mas su destino, desierto,
se apagó joven la flor,
y aunque dejó su fulgor,
como un muelle de esperanza,
su recuerdo en la bonanza
se mece con el rumor.
Quintilla
Del mar vino la canción,
del rey vino la mirada,
y en la dársena anclada
se escuchó la ovación:
Cartagena emocionada.
Décima
Hoy el Paseo recuerda
aquella jornada azul,
cuando el rey puso su tul
en la bahía que se acuerda.
La memoria nunca pierda
el instante de unidad,
pues su breve majestad,
aunque frágil y temprana,
dejó escrita en la mañana
una página de verdad.
Quintilla final
Ya el muelle lleva su nombre,
ya la historia su reflejo,
y aunque se apague en el tiempo,
Cartagena guarda al hombre
que llegó joven y viejo.