En la cocina de una modesta casa de 1900, el sol de la mañana entraba a tientas por la ventana, dibujando sombras danzantes sobre la mesa de madera vieja. La abuela, con su delantal blanco y sus manos curtidas por el tiempo y el amor, se disponía a preparar un plato tan humilde como reconfortante: un caldo de pata con bacalao. Era tiempo de Cuaresma, y la tradición se colaba en cada rincón de la casa.
El bacalao, que había pasado dos días sumergido en agua fría en la fresquera, ya estaba listo para ser el protagonista de la cazuela. Con la calma de quien ha aprendido a leer el tiempo en el hervor del agua, la abuela cortó cada lomo en tiras generosas y las dejó caer en la sartén con un susurro de aceite caliente. El olor salado llenó el aire, recordando al mar lejano.
Retiró con cuidado el bacalao, dejando en la cazuela su esencia. En el mismo aceite, comenzó el sofrito. Trozos pequeños de tomate, pimiento verde, cebolleta y ajo se dejaron llevar por el calor, volviéndose tiernos y fragantes. Con un gesto pausado, la abuela vertió un chorrito de vino blanco, y la cocina se llenó de un aroma que prometía hogar y abrigo. El vino se evaporó, dejando tras de sí un rastro de frescura.
Las patatas, cortadas en rodajas gruesas, se acomodaron en la cazuela. Ella las removía con una cuchara de madera, susurrándoles tal vez un viejo refrán. El caldo de pescado, hecho con espinas, cabeza y morralla, se unió a las patatas, cubriéndolas con un abrazo caliente. El hervor suave fue un arrullo, y la abuela, como siempre, encontraba en esos momentos la paz de las pequeñas cosas.
En una sartén aparte, tostó una pizca de pimentón dulce en una cucharada de aceite de oliva. El pimentón, como un polvo mágico, soltó su color y su aroma. La abuela vertió un par de cucharones del caldo, diluyó el pimentón y lo devolvió a la cazuela principal, tiñendo el guiso de un anaranjado reconfortante.
El mortero, siempre al alcance de su mano, recibió dos dientes de ajo y una rama de perejil fresco. Machacó con paciencia, y aquel majado verde y perfumado se sumó al caldo. Todo parecía tener su ritmo, su momento preciso.
Durante veinticinco minutos, las patatas burbujearon a fuego lento. Cuando estuvieron tiernas, la abuela reincorporó los trozos de bacalao, que volvieron al caldo como si nunca hubieran salido. El hervor pausado era la clave, y ella lo sabía bien.
Entonces llegó el toque final. Cascó un huevo por cada comensal, eliminó parte de la clara con la destreza de quien ha cocinado mil veces, y dejó caer las yemas con
un poco de blanco sobre el caldo. El huevo cuajó lentamente, como un sol tibio entre las nubes.
Mientras el guiso reposaba, la abuela preparó un mortero de alioli. El ajo y el aceite se unieron en una emulsión densa y perfumada. El alioli, con su carácter y su fuerza, era el complemento perfecto para el caldo.
Finalmente, sirvió el guiso en cuencos de barro, dejando que el aroma inundara la mesa. El caldo de pata con bacalao era un plato para compartir, para mojar pan y para cerrar los ojos mientras el sabor llenaba el corazón.

Y así, entre cucharadas y sonrisas, la abuela regalaba, una vez más, no solo un plato, sino un recuerdo, un trozo de vida cocido a fuego lento en la cazuela de los años.
Ingredientes:
- Bacalao (en tacos de unos 150-200g) – 1
- Patata – 4
- Pimiento verde italiano – 1
- Tomate – 1
- Cebolleta – 1
- Caldo de pescado o fumet
- Huevo – 3
- Pimentón dulce – una pizca
- Diente de ajo – 1
- Perejil fresco
- Vino blanco – 50 ml
- Sal y pimienta al gusto