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Crónicas de un Pueblo. – Cuando la luz llegó al cabo.

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Cabo de Palos, 1959: el día que el futuro encendió la costa.

Durante décadas, Cabo de Palos fue un rincón mágico del sureste cartagenero que vivía entre la bruma del salitre, el resplandor del faro y la oscuridad temprana de sus calles al anochecer. A pesar de su importancia pesquera y del creciente interés turístico, no fue hasta 1959 cuando el pueblo vio llegar uno de los avances más transformadores del siglo XX: la red eléctrica.

Un retraso que dolía.

Mientras Los Nietos y Los Urrutias ya contaban con luz desde hacía años —alimentando el bullicio veraniego de casinos, cines de verano y balnearios— Cabo de Palos seguía encendiendo lámparas de carburo, improvisando velas en botellas y confiando en el reflejo de la luna. La oscuridad era parte de su identidad, pero también una limitación para su desarrollo.

La llegada del tendido eléctrico fue celebrada como un acontecimiento histórico. No hubo pregón ni desfile, pero sí una emoción colectiva que nadie olvidaría jamás: el momento exacto en que las bombillas se encendieron por primera vez.

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Comercios y tiendas: luces que invitan a entrar

La electricidad permitió la instalación de refrigeradores y luces fluorescentes en las tiendas. Por fin se podía vender leche fresca, mantequilla y bebidas frías sin depender del hielo traído desde Cartagena. Las tiendas de ultramarinos ampliaron su horario, y la iluminación en sus escaparates supuso un verdadero reclamo para los clientes.

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Los comerciantes no dudaron en colocar bombillas en la puerta, como un símbolo de modernidad. El zumbido tenue de los primeros fluorescentes era música celestial para quienes llevaban años comerciando a la luz de un quinqué.

Bares y restaurantes: el sabor de la noche.

En los bares del puerto, los marineros celebraban el fin de la jornada con pescado fresco… pero ahora ese pescado podía conservarse en cámaras frigoríficas, y la cerveza se servía fría, algo antes impensable. Las cocinas eléctricas sustituyeron a los braseros de carbón, y las cenas se prolongaron hasta bien entrada la noche gracias a la nueva iluminación.

Se organizaron las primeras verbenas con guirnaldas eléctricas. Por vez primera, Cabo de Palos no se apagaba con el ocaso. Comenzaba a vivir después de él.

Pensiones y hostales: turismo con luz propia.

Las pequeñas casas de huéspedes celebraron como un milagro la posibilidad de ofrecer habitaciones con luz eléctrica, lo que mejoraba notablemente la comodidad para el visitante. Algunos incluso pudieron instalar radios en las zonas comunes, y poco después, llegaron los primeros televisores a blanco y negro.

El boca a boca no tardó en hacer efecto: “Ahora en Cabo de Palos hay luz, y puedes cenar viendo el mar iluminado”, decían los veraneantes de la época.

En los hogares: emoción familiar.

Muchos vecinos recuerdan aún el instante en que apretaron el primer interruptor. Era un gesto sencillo, pero cargado de magia. Se abrían las puertas a una vida nueva, donde las tareas nocturnas eran posibles, donde leer no requería forzar la vista, y donde el hogar se llenaba de un calor moderno, sin fuego.

La luz eléctrica no solo trajo comodidad y eficacia. Trajo esperanza, sentido de pertenencia al mundo moderno, y orgullo de pueblo.

El principio del resplandor.

La llegada de la electricidad en 1959 marcó un antes y un después para Cabo de Palos. Fue la chispa que encendió la modernidad, que permitió la expansión del turismo, la profesionalización del comercio, y el renacer de la vida social tras la puesta de sol. Hoy, en cada bombilla que alumbra su paseo marítimo o cada farola que guía al visitante por sus callejuelas, vive el recuerdo de aquella primera vez que la luz conquistó el cabo.

Poema.

“La chispa en el cabo”

 

En Cabo de Palos, junto al faro fiel,

donde el mar dormía sin reloj ni hotel,

un día cualquiera —mas no uno más—

la luz dio su beso al rincón costal.

 

No hubo trompetas ni gaitas de son,

solo un ¡clic! pequeño… y la emoción

de ver cómo un pueblo que alumbró candil

se tornaba estrella en la noche sutil.

 

Tiendas abiertas hasta más de las diez,

vinos fresquitos, tertulias de tres,

y en los restaurantes, luces como tul,

iluminando sardinas y azul.

 

Los niños bailaban sin miedo al reloj,

las madres planchaban sin miedo al fogón,

y el viejo del puerto, que apenas hablaba,

susurró al mirar: “Ya no falta nada.”

 

Hoy brilla ese cabo con fuerza sin par,

pero hay quien recuerda aquel despertar:

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el día en que el viento trajo el resplandor,

y el pueblo se encendió… para siempre, de amor.

 

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