Durante siglos, Cartagena vivió con la sed pegada al alma. En una ciudad que siempre miró al mar, lo que más faltaba era lo más elemental: el agua dulce. Nuestros antepasados se conformaban con lo que daban los pozos, los aljibes o los escasos manantiales que caían desde las sierras cercanas. Lo demás llegaba a golpe de cántaro, de mula y sudor, cargado por aguadores que iban casa por casa vendiendo un líquido que, muchas veces, no era ni puro ni suficiente.
La higiene personal era un lujo, los baños se medían por jarras y las enfermedades encontraban en esa precariedad un campo abonado. Así vivieron generaciones enteras de cartageneros: entre el polvo de las calles, el barro de las lluvias y la incertidumbre de no saber si al día siguiente habría agua que beber.
La esperanza: el Taibilla
La historia cambió cuando, en los años veinte, se gestó el sueño de traer agua desde las lejanas montañas del río Taibilla, en la provincia de Albacete. Con la creación de la Mancomunidad de los Canales del Taibilla en 1927, nació un proyecto colosal: conducir kilómetros y kilómetros de tuberías, salvar ramblas, quebradas y montes, para que Cartagena y otras ciudades del sureste pudieran beber de una fuente constante y generosa.
La Guerra Civil interrumpió las obras, pero al acabar la contienda se retomaron con más fuerza que nunca. Y en mayo de 1945, por primera vez en la historia, las aguas del Taibilla llegaron hasta Cartagena, donde fueron recibidas como quien espera a un hijo pródigo tras siglos de ausencia. La Fuente monumental de la Alameda de San Antón fue testigo de ese primer chorro cristalino que cambió para siempre nuestra relación con la vida cotidiana.
Tentegorra: el guardián del agua
Para hacer posible esta hazaña, se levantó en medio de la arboleda de Tentegorra un depósito monumental, diseñado por el ingeniero Domingo Paulogorrán. Allí, en lo alto, se guardaba el tesoro que había viajado desde tierras lejanas. Desde ese depósito, el agua bajaba por tuberías principales hasta la ciudad, dividiéndose en ramales que poco a poco fueron extendiendo su promesa de limpieza y salud a cada barrio.
El agua entra en casa
Al principio, no todas las familias pudieron abrir un grifo en su cocina. La red domiciliaria tardó en llegar a todos los rincones: primero se abastecieron cuarteles, hospitales y edificios públicos; después los barrios del Ensanche y del centro histórico, y finalmente los arrabales más humildes.
Pero lo que antes era un sueño imposible empezó a hacerse costumbre: en las casas surgieron lavaderos, duchas y fregaderos; los niños ya no tenían que ir con cántaros a la fuente; las mujeres dejaron de cargar peso en la cabeza y en la espalda. El gesto de abrir un grifo y ver brotar el agua se convirtió en el símbolo de un tiempo nuevo.
Y con él, llegó también la modernidad:
- Mejoró la higiene personal y colectiva, disminuyendo enfermedades que habían sido plagas recurrentes.
- Los comercios, panaderías, bares y talleres encontraron en el agua corriente la herramienta perfecta para crecer.
- La vida social se transformó, y Cartagena se preparó para expandirse con fuerza hacia el Ensanche, apoyada en ese recurso vital que ya no faltaba.
Un antes y un después
La llegada del agua del Taibilla no fue solo una obra de ingeniería: fue una revolución íntima, un cambio en la manera de vivir y sentir la ciudad. Para muchos vecinos, ver correr agua clara por un grifo dentro de su casa fue un milagro mayor que cualquier adelanto técnico. Fue el principio del fin de siglos de sed, de precariedad y de desigualdad.
Hoy, cuando basta con abrir la mano y girar un mando para que fluya el agua, pocas veces recordamos aquel 1945 en el que Cartagena aprendió lo que era vivir sin miedo a la sequía. Pocas veces agradecemos a quienes soñaron, planificaron y construyeron ese proyecto que nos devolvió la dignidad de lo esencial.
Porque el día en que el agua entró en nuestras casas, Cartagena dejó de ser la ciudad sedienta del pasado para convertirse en una urbe de futuro. Y esa memoria, como la corriente que baja del Taibilla, debe seguir fluyendo siempre en nuestro recuerdo.