Cartagena, puerto abierto al mundo, siempre fue lugar de encuentro y de choque. Ingleses, franceses, italianos… y también alemanes dejaron su huella en la ciudad, entre finales del siglo XIX y principios del XX. Su paso fue discreto, pero firme: acero en las baterías, cultura en los colegios, ciencia en los libros. Y, por si fuera poco, un gesto tan insólito como simbólico: la ciudad llegó a declararle la guerra a Alemania… y nunca firmó la paz.
Krupp: hierro alemán en las baterías de costa.
Cuando España quiso modernizar su defensa marítima, recurrió a la casa alemana Friedrich Krupp AG. Sus cañones de 305 mm se instalaron en Santa Ana Complementaria (1888) y en Trincabotijas (1898). Desde entonces, la bahía de Cartagena tuvo guardianes de acero germano, símbolo de la industria militar más avanzada de su tiempo.
Trovo:
De Alemania nos llegaron,
con su acero formidable,
cañones que, implacable,
a la costa resguardaron.
Aunque nunca dispararon,
Cartagena los recuerda,
pues su silueta concuerda
con la historia militar,
y aún parecen vigilar
la mar azul y su puerta.
El cónsul Fricke y la colonia germana.
En 1924 apareció en escena Heinrich Karl Fricke, comerciante y cónsul de Alemania en Cartagena. Fue enlace de la pequeña colonia alemana con los negocios locales. Participó en sociedades como la Fábrica de Gas, y sembró vínculos económicos que acercaron la ciudad al norte de Europa.
Quintilla:
Fricke puso su bandera
en Cartagena querida,
y en la urbe compartida
dio a la colonia extranjera
un aire de nueva vida.
El Colegio Alemán.
Con el impulso del cónsul, en 1931 abrió el Colegio Alemán de Cartagena, instalado en el Ensanche. Allí los niños aprendían el idioma de Goethe junto al castellano, en un ambiente de modernidad. La guerra mundial apagó aquel sueño en 1944, pero dejó una estela de memoria cultural.
Trovo:
Entre pupitres y acentos,
Cartagena fue testigo,
de cómo el alemán y el amigo
se mezclaban en intentos.
Hoy son dulces sentimientos
los que guardan la memoria,
y en las aulas vive la historia
de aquel colegio distinto,
que dejó huella y sucinto
se grabó en nuestra victoria.
Schulten: la mirada arqueológica.
No faltaron los sabios. El arqueólogo Adolf Schulten escribió Cartagena en la Antigüedad, obra que acercó la ciudad a la investigación germana. Su visión, nacida de las piedras y los libros, forma parte de la historia cultural compartida.
1873: la guerra imposible.
Pero la anécdota más singular sucedió en tiempos del Cantón de Cartagena (1873–74). En plena efervescencia revolucionaria, el Consejo de Defensa se creyó república soberana y, en un gesto tan solemne como ingenuo, declaró la guerra a Alemania.
¿La razón? El Imperio de Bismarck había enviado buques para presionar a los cantonales. La respuesta de Cartagena fue pura rebeldía: plantar cara al coloso germano desde una ciudad sitiada.
El desenlace es de leyenda: nunca se firmó la paz. Alemania ni respondió, y al caer el Cantón todo quedó en el olvido. Así que, si lo miramos con ojos de jurista puntilloso, Cartagena todavía mantiene una guerra “latente” con Alemania.
Décima:
Cartagena declaró un día
la guerra al imperio fuerte,
sin temor ni a la suerte
ni al poder que deslucía.
Mas la historia se reía,
pues nunca paz se firmó,
y el recuerdo se quedó
como leyenda marina,
de una ciudad que destina
su osadía al corazón.
Epílogo: huellas que perduran.
Hoy, al recorrer las baterías que guardan cañones Krupp, recordar el Colegio Alemán, la figura del cónsul Fricke o las páginas de Schulten, comprendemos que los alemanes dejaron su huella en Cartagena. Fue discreta, pero esencial: hierro, letras, comercio… y una guerra sin paz.
Cartagena, ciudad de tres milenios, guarda en su memoria este capítulo singular, mezcla de seriedad y comedia, de pólvora y poesía.