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Crónicas de un Pueblo. – Campo de los Juncos: el corazón familiar de Cartagena

Foto: Fondo Ernesto Ruiz Vinader. Coloreada con IA
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Donde la infancia floreció entre verbenas, bolos y goles. Donde la tierra habló y el pueblo la escuchó.

Antes de ser campo. Antes de ser parque. Antes siquiera de tener porterías, focos o columpios, aquellas tierras tenían nombre: Los Juncos.

Y no lo puso ningún arquitecto ni ingeniero, sino el pueblo llano, los mayores que sabían leer la tierra con los ojos del alma. Porque ese lugar, hoy enclavado en el centro urbano de Cartagena, fue durante siglos un terreno bajo, húmedo, donde las aguas estacionales serpenteaban en invierno, y donde crecían en abundancia juncos y cañas, vegetación típica de humedales y acequias.

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Era un rincón olvidado a las afueras, donde el barro convivía con el silencio. Un espacio de charcas, sombra y naturaleza indómita. Pero llegó un día —corría el año 1946— en que esa tierra de juncos fue elegida para levantar un lugar de encuentro, de deporte, de infancia, de comunidad: el Campo de los Juncos.

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La gran obra del pueblo y para el pueblo

Impulsado por el Consejo Ordenador de las Construcciones Navales Militares, el Campo de los Juncos fue inaugurado con una clara vocación social. Era parte del proyecto educativo y formativo de la antigua Escuela Técnica de Aprendices, destinada a los hijos de trabajadores de la construcción naval y militar, a los jóvenes obreros de Cartagena.

Desde el principio, fue mucho más que un campo de fútbol. Allí se levantaron:

  • Una pista de baloncesto
  • Canchas de tenis
  • Pistas para el juego de bolos cartageneros
  • Un escenario al aire libre para teatro, zarzuela y actuaciones
  • Un parque infantil que rebosaba de risas y meriendas
  • Y lo más recordado: un cine de verano, donde Cartagena soñaba a la fresca

 

Cine de verano: donde la noche era nuestra

Si hay un rincón de los Juncos que permanece grabado en la retina de toda una generación, es su cine al aire libre. Aquel patio de butacas sin techo, con bancos duros y el suelo de tierra, era el paraíso de la imaginación.

Se anunciaba con carteles pegados en las farolas del barrio: “Sesión doble – Entrada una peseta – Cine Los Juncos”

La primera película era para los niños: vaqueros, espadachines, aventuras, risas. La segunda, ya más seria, era para los mayores. Algunos niños caían dormidos en el regazo de sus padres, otros aguantaban hasta el final con los ojos abiertos como faros.

No faltaban las pipas, los bocadillos, los polos de hielo envueltos en papel rugoso, ni los aplausos espontáneos cuando el bueno vencía al malo. Había quien llevaba una silla de casa, otros se sentaban en la piedra, y más de uno veía la película de pie, apoyado en la tapia del fondo.

A veces, un personaje de la tele hacía aparición. Y fue así como Locomotoro —ese payaso que nos hacía reír cada tarde— subió al escenario entre ovaciones y carcajadas.

El cine de Los Juncos no era solo proyección: era convivencia, era ritual, era hogar.

La plaza mayor de la comarca natural

Los Juncos se convirtió rápidamente en el gran punto de encuentro de la comarca natural del Campo de Cartagena. Cada barrio encontraba su rincón. Cada familia, su sombra. Cada niño, su pelota. Los domingos olían a césped húmedo, a bocadillo de sobrasada, a colonia de madres, a linimento en las rodillas.

Allí se daba el aperitivo en la cantina, se ligaba en los bancos, se jugaban partidas de bolos con los abuelos y se aplaudía cada viernes a la compañía de teatro local. Fue

también lugar de verbenas, misas de campaña, torneos escolares, exhibiciones deportivas, conciertos y bailes populares.

El deporte y el alma de un barrio

El Club Deportivo Naval nació y creció en Los Juncos. Allí entrenaron y compitieron generaciones de jóvenes cartageneros. Y aunque los resultados fueran modestos, el orgullo era inmenso. No había mayor honor que llevar el escudo del Naval, porque era llevar el nombre del barrio, de la empresa, de la ciudad obrera.

Los partidos se vivían con emoción. Los mayores en la grada. Los niños por detrás de la portería, esperando a que el balón saliera para correr tras él como quien persigue un sueño.

Transformación y despedida

Con el paso de los años, llegaron nuevos tiempos. Las instalaciones se fueron quedando obsoletas, el fútbol profesional se marchó al Cartagonova, y el Campo de los Juncos fue cerrando sus puertas poco a poco.

A comienzos del siglo XXI, el campo desapareció como tal. Pero de sus cenizas surgió un parque moderno, amplio, verde, con senderos sinuosos, colinas artificiales, fuentes y bancos. Un parque pensado para el esparcimiento de la nueva ciudad.

Hoy es un espacio bello, funcional, un pulmón en el centro de Cartagena. Pero quienes lo conocimos antes sabemos que el alma que tenía… no se puede plantar con árboles ni regar con sistemas automáticos.

El sabor de lo auténtico

Porque Los Juncos tenía un sabor viejuno que huele a infancia verdadera. A tardes sin prisa. A familia. A tierra. A gradas de cemento. A bocata envuelto en papel de estraza. A juegos sin móviles. A padres que miraban desde la verja. A madres que esperaban en la cantina con el abrigo sobre las piernas. A hermanos que peleaban por una mirinda.

Y aunque el parque actual luzca bonito, aunque cumpla su función con dignidad, jamás podrá sustituir aquella memoria colectiva, ese pedazo de vida que se sembró en un campo que, antes de ser nada, ya tenía nombre porque tenía alma.

Poema.

“Donde jugábamos a vivir”

 

En un rincón de Cartagena,

donde el alma se hacía parque,

vivía un campo de sueños

entre bolos y algares.

 

Los domingos olían a césped,

a mirinda, a pan con aceite,

a la voz de un padre silbando

y a un balón que no obedecía a nadie.

 

Allí, bajo un cielo sin prisas,

se proyectaban historias de amor,

donde el héroe era Locomotoro

y el aplauso era puro fervor.

 

Se tejían verbenas con farolillos,

se bailaban tangos con la abuela,

y el gol del Naval en la portería

era más que un grito, era bandera.

 

Los Juncos, refugio de infancia,

te llevamos aún en la piel,

con tus bancos, tus charlas, tu cantina

y ese viejo sabor a papel.

 

Hoy te visten de parque moderno,

con caminos, jardines y luz,

pero quienes fuimos tus niños sabemos

que sin ti… algo falta en la cruz.

 

Porque hay campos que nunca se olvidan,

aunque ya no se puedan pisar.

Son los campos donde jugábamos a vivir,

los campos donde aprendimos a amar.

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