I. Un nombre en la penumbra del tiempo.
Cartagena, ciudad de metales, mares y memorias, ha tenido hombres cuya obra permanece, aunque el nombre se haya ido desdibujando en el polvo de los archivos. Uno de ellos —quizá de los más injustamente callados— es Francisco Requena Hernández (1840-1909), escultor, tallista, imaginero, artesano del barro y creador del trono cartagenero, figura clave de la estética de nuestra Semana Santa.
Nació en una Cartagena de calles estrechas, de balcones azules y artesanos viejos, en el hogar de una familia dedicada al barro y al molde, donde el oficio era herencia y modo de vida. Hijo de José Requena Salmerón, “figurista”, vaciador y artesano, creció entre el olor de la arcilla húmeda y el sonido de la gubia arrancando virutas de sueños.
Su vida, aunque no adornada con los grandes laureles de la fama, transcurrió ligada al pulso de la ciudad: nació en ella, vivió en ella y murió en su casa de la plaza del Rey, un 18 de julio de 1909. Y, sin embargo, Cartagena le debe más de lo que muchos imaginan.
Décima I – “El hijo del barro”
Del barro nació su mano,
del molde heredó el latido,
y en Cartagena fue nacido
con el destello artesano.
Fe y temple tuvo temprano
para esculpir la emoción;
y entre arcilla y devoción,
levantó formas sinceras.
Si la ciudad tiene hogueras,
Requena es fuego y razón.
II. Formación y el taller donde empezó todo.
Su formación fue, como la de tantos artistas del XIX español, una mezcla de tradición familiar, oficio aprendido y contacto con los maestros locales. En Cartagena tuvo el privilegio de trabajar en el círculo de Wssel de Guimbarda, donde se empapó de composición, anatomía y dibujo. Pero el golpe de gracia vino de la cuna:
su padre, artesano del figurismo, y luego su sobrino Salvador Requena, continuador de la saga, conformaron una dinastía humilde pero poderosa.
Dominaría con los años: Yeso, madera, barro policromado (su predilección), mármol, marfil, hierro, piedra artificial… Sin embargo, todo apunta a que su alma estaba en el barro.
El barro que se amasa se cuece, se policroma…
El barro que huele a nacimiento, a tradición y a manos viejas sobre una mesa de artesano.
Quintilla I – “Arcilla encendida”
En barro dejó su paso,
su pulso y su poesía,
como un eco que seguía
del hogar donde hizo caso
a la arcilla que latía.
III. La burguesía, los panteones y el arte funerario.
En la segunda mitad del siglo XIX, Cartagena vivió un esplendor social y económico. La burguesía industrial, minera y mercantil —Pedreño, Conesa, Crespo, Martínez de la Peña, Picó…— levantó panteones y residencias como reflejo de su prosperidad. Y allí, entre arquitectos, marmolistas y canteros, surgió la alianza perfecta: Carlos Mancha Escobar (arquitecto) y Francisco Requena (escultor).
Juntos dieron forma a algunos de los panteones más bellos y representativos del Cementerio de Los Remedios, ahora referente funerario europeo.
Obras funerarias destacadas:
Panteón Pedreño y Deu.
Con las Virtudes Teologales talladas en piedra y un altar marmóreo de exquisitez infinita.
Panteón Martínez de la Peña.
Majestuoso, ecléctico, con ornamentación simbólica.
Panteón Conesa.
Retablos, bustos, jarrones y ornamentación que recuerdan la transición del eclecticismo al modernismo.
Panteón Crespo y Picó, elaborado en el taller conjunto Mancha-Requena del convento de San Agustín.
La obra funeraria de Requena no era sólo adorno:
era un discurso sobre la muerte como tránsito, sobre la memoria, sobre la dignidad del último descanso.
Décima II – “El escultor del silencio”
En mármol dejó su canto,
en piedra talló colecciones,
y en panteones, oraciones
que el tiempo respeta tanto.
Fue escultor fiel del quebranto,
del adiós que hiere y pesa;
y en cada noble firmeza
levantada en Los Remedios,
Requena puso sus medios
y el alma en cada pieza.
IV. El trono cartagenero: la revolución de nuestra Semana Santa.
Si su legado funerario es extraordinario, lo que hizo por la Semana Santa de Cartagena no tiene parangón.
Francisco Requena es el padre del trono cartagenero:
un diseño propio, singular, inconfundible, nacido de la mezcla perfecta de luz, flores, madera y solemnidad.
Trabajó para Californios y Marrajos, dejando huella en ambos.
Sus tronos más documentados:
San Juan Evangelista (Californios, 1879)
Un hito. Estilo cartagenero puro: dos cuerpos, pirámide luminosa y una elegancia nunca antes vista.
Virgen del Primer Dolor (Californios, 1879)
Una obra maestra de equilibrio estético.
Soledad (Marrajos, 1890)
Emblema marrajo, con la sobriedad de quien conoce el dolor de la Virgen.
San Pedro (Californios, 1898)
Potente, monumental, símbolo de autoridad y penitencia.
Requena creó no sólo tronos:
creó un lenguaje,
una estética propia,
una identidad visual que hoy define a Cartagena ante el mundo.
Quintilla II – “El maestro de la Luz”
Su luz marcó nuestro paso,
su flor llenó la ciudad,
su trono fue identidad
y en cada cirio, un repaso
de su inmensa habilidad.
V. El monumento de García Roldán: una joya escondida.
El Monumento a Francisco García Roldán, fundador del Hospital de la Caridad, es una de sus obras mayores.
El mármol de Carrara cobra vida en una figura humilde, digna y profundamente humana.
El tricornio, la mano extendida, el gesto de pedir limosna por los pobres…
La escultura no sólo representa: transmite.
Es una obra que debería ocupar un espacio central en la ciudad, pero descansa discretamente en los jardines del Hospital, como si la humildad del propio Roldán hubiese elegido el sitio.
Décima III – “El limosnero eterno”
Un limosnero en la piedra
Requena dejó tallado;
ni oro fue, ni fue honrado,
pero su obra no se quiebra.
La ciudad nunca se arredra
si recuerda su lealtad;
y en mármol, la caridad
alza su gesto sincero.
García Roldán, compañero,
sigue vivo en la ciudad.
VI. El barro policromado: la gran pasión.
De todos los materiales que tocó, ninguno lo representa tanto como el barro policromado.
El barro lo conecta con su familia, con la tradición belenista, con la raíz de la escultura popular de la tierra.
Modelaba, horneaba y policromaba él mismo sus figuras, que viajaban por toda España, e incluso fuera de ella.
Grupos como los Santos Inocentes para el belén californio se le atribuyen con fundamento.
En este barro se encuentra el Requena más íntimo:
el artesano que no necesita mármol para conmover, el hombre que acaricia la arcilla como quien habla con ella.
Quintilla III – “Barro de fe”
Barro que en mano descansa,
barro de antigua oración,
barro que guarda emoción
y en la policromía alcanza
su forma y su devoción.
VII. La última morada y el silencio injusto.
Murió en 1909, sin estridencias, sin grandes honores, pero rodeado del respeto de quienes conocían su valía.
En la plaza del Rey, donde tenía su hogar, exhaló su último aliento.
No dejó discursos, ni autobiografías, ni grandes titulares. Dejó, simplemente: obra.
Obra que hoy sostiene la identidad estética de Cartagena. Sus figuras, retablos, panteones y tronos hablan por él.
Décima IV – “El escultor que no se fue”
No se marchó: permanece
en cada paso encendido,
en cada panteón erguido
y en la luz que permanece.
Si Cartagena enaltece
sus nombres más verdaderos,
Requena, entre los primeros,
debe al fin ser recordado.
Pues su legado tallado
late en todos los rinconeros.
VIII. Conclusión: Recuperar al maestro.
Hoy, cuando hablamos de patrimonio, identidad y memoria, cuando reclamamos a Cartagena el lugar que merece, no podemos olvidar a los artesanos que la hicieron hermosa.
Francisco Requena Hernández es uno de ellos. Un artista total, un creador de formas, un alquimista del barro, un compañero silencioso de nuestra Semana Santa, un escultor cuya firma aparece en mármol, madera y arcilla, y cuyo espíritu sigue transitando por la ciudad a la que entregó su vida.
Ha llegado la hora de sacarlo del olvido. De devolverle el nombre, la historia y el aplauso.
Esto se ha convertido en mi misión, dar luz a los olvidados, rescatar lo nuestro y honrar la memoria que nos pertenece.









