martes, diciembre 9, 2025

Mastia, la ciudad que soñó con ser Cartagena antes de tener nombre

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A veces, para entender una ciudad, hay que asomarse al borde de sus silencios. Cartagena tiene muchos: capas enterradas, calles que se doblan sobre los siglos, colinas que guardan más memoria que la gente que las pisa. Pero hay un silencio que late más hondo, un nombre apenas susurrado por las fuentes antiguas y que, sin embargo, parece haber sido el primer latido urbano de este puerto: Mastia.

Imagina por un momento el paisaje antes de los cartagineses, antes de los romanos, antes incluso de que nadie hablara de Qart Hadasht. El puerto ya estaba ahí, tan perfecto como hoy: un anfiteatro natural en forma de mano que abraza el mar, protegido del viento y de los enemigos. Las minas también estaban, brillando en las sierras como un tesoro inevitable. Y en medio de esa geografía privilegiada, un asentamiento indígena que Avieno, siglos más tarde, evocaría en un poema como si fuera un eco de un mundo perdido. A esa ciudad la llamó Mastia, y la situó en un confín oriental de Tartessos: rica, estratégica, orgullosa.

No tenemos planos de Mastia, ni murallas fotografiables, ni una placa de bronce que la certifique. Lo que sí tenemos es esa intuición arqueológica —esa mezcla de ciencia y presentimiento— que dice que donde Roma construyó un teatro y donde Asdrúbal levantó murallas ya había antes una vida intensa. La Cartagena prerromana no fue nunca un vacío. Fue puerto, fue mercado, fue metal y mar. Y cuando las fuentes clásicas describen una ciudad con esas características en esta zona del sureste, el nombre que aparece, aunque envuelto en neblina, es siempre el mismo: Mastia.

Durante mucho tiempo, la historiografía quiso ver en Mastia a la antepasada directa de Cartagena. Una ciudad tartésica, vibrante, que los cartagineses no habrían fundado desde cero, sino transformado y rebautizado como Qart Hadasht. Es una idea seductora porque ofrece un hilo continuo: Mastia Qart Hadasht Carthago Nova Cartagena. Una genealogía limpia que le da a la ciudad una profundidad casi mítica. Sin embargo, la investigación más reciente invita a caminar con más cuidado: los textos son antiguos y crípticos, las traducciones bailan, las interpretaciones cambian. Incluso hay quienes creen que la “Mastia Tarseion” mencionada en un tratado entre Roma y Cartago podría no ser hispana, sino africana. Y así, la certeza se diluye un poco, como una línea escrita sobre arena.

Pero a veces la verdad de una ciudad no se encuentra en una frase exacta, sino en su continuidad. Y Cartagena, desde mucho antes de llamarse así, ya cumplía con el destino natural de las ciudades profundas: ser un puerto imprescindible. La geografía no cambia, y cuando un enclave lo tiene todo —refugio marítimo, minas valiosas, acceso al interior, colinas defensivas—, la historia insiste en volver a él una y otra vez. Lo hacen los tartesios, lo hacen los fenicios, lo hacen los cartagineses, lo hace Roma. Y en ese insistir está la clave. Puede que Mastia no sea una ciudad de contornos nítidos, pero es el reflejo más antiguo de esa vocación portuaria que define a Cartagena desde hace tres mil años.

A Mastia podemos verla como una sombra fundacional: tal vez no podamos señalar su calle mayor, pero sí entender que su espíritu sobrevivió en cada pueblo que la sucedió. Su puerto es el mismo que aún abraza submarinos, cruceros y veleros; su riqueza minera fue la misma que atrajo a navegantes de medio mundo; su posición estratégica sigue siendo la que convierte a Cartagena en llave del Mediterráneo.

Y quizá, al final, eso sea lo más importante. No necesitamos que Mastia sea una ciudad perfectamente documentada para comprender que, en ella, Cartagena empezó a ser Cartagena. Antes de Asdrúbal, antes de los romanos, antes de la historia escrita. Una ciudad que, aun envuelta en la bruma de los siglos, sigue iluminando el origen de este lugar donde cada piedra tiene memoria y cada calle parece caminar hacia el mar.

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