A finales del siglo XIX, cuando el verano era sinónimo de aire puro, vestidos blancos y sombrillas de encaje, Los Nietos se convirtió en un nombre que despertaba sonrisas y anhelos en Cartagena.
Allí, junto a las aguas tranquilas del Mar Menor, nació en 1891 un lugar que marcaría la historia social y cultural de toda la comarca: el Balneario Santa Eloísa.
Su creador, Pedro García Ros, empresario minero de visión adelantada, quiso transformar aquel rincón de pescadores y salinas en un refugio de elegancia y descanso para la alta burguesía cartagenera y unionense.
Y lo consiguió. El balneario no era solo un conjunto de instalaciones: era un escenario para vivir y dejarse ver.
Un salón sobre el mar.
Santa Eloísa alzaba su monumental salón-café con terraza directamente sobre las aguas, donde las olas parecían susurrar bajo los pies de los visitantes.
Allí se servían refrescos, helados artesanales y comidas de mantel largo, mientras el horizonte se teñía de oro al atardecer.
La comparación con los grandes cafés europeos no era exagerada: el ambiente, la decoración y el trato hacían que muchos lo llamaran “el pequeño casino del Mar Menor”.
El acceso era fácil y cómodo. Trenes especiales partían desde Cartagena cargados de familias, baúles y sombreros de paja.
Los más jóvenes bajaban corriendo hacia la playa; los mayores, caminaban despacio, saludando y comentando las últimas noticias.
La vida social: música, faroles y fiesta.
El calendario veraniego giraba en torno a las fiestas patronales. El 16 de julio, la Virgen del Carmen recorría el mar en procesión entre cánticos y sirenas de embarcaciones engalanadas.
Por la noche, el cielo se vestía de globos aerostáticos, farolillos de colores y fuegos artificiales, cuyo reflejo convertía al Mar Menor en un espejo centelleante.
No faltaban las cucañas marinas, los juegos infantiles y los bailes populares que mezclaban a señores trajeados con mozos de la playa. La banda municipal de Cartagena, dirigida por Severino Lledó, ofrecía conciertos que hacían mover el pie incluso a los más formales.
Los escenógrafos como Manuel Sanmiguel diseñaban iluminaciones artísticas que transformaban la terraza en un escenario de cuento.
El gran susto: el hundimiento del piso.
La historia dorada del balneario también guarda episodios de tensión.
En uno de aquellos bailes infantiles, un tramo del piso de madera cedió, y más de ciento cincuenta personas —la mayoría niños— cayeron al agua. Hubo heridos, pero gracias a la rápida actuación de empleados y vecinos, se evitó una tragedia mayor. El incidente, que más tarde se sospechó provocado, quedó grabado en la memoria de la comunidad.
Más allá del verano: cine, tertulia y veladas.
Con el paso de las décadas, la vida social se enriqueció. Llegaron los años treinta y con ellos los cines Barceló, Moderno y Bahía, que ofrecían dobles sesiones y creaban nuevas rutinas: cine al anochecer, paseo por el paseo marítimo y charla en La Cantina. La gente acudía a “tomar la fresca” mientras los niños jugaban descalzos en la arena.
El balneario, aunque adaptándose a los nuevos tiempos, siguió siendo un símbolo de encuentro. Allí se hablaba de política, se cerraban negocios y, sobre todo, se forjaban amistades que sobrevivían al invierno.
Arquitectura y encanto costero.
En 1935 se alzó el Hotelito Azul, una construcción que añadía aún más glamour al conjunto y ofrecía alojamiento a quienes deseaban prolongar su estancia. Desde sus balcones, el Mar Menor amanecía cada día como una pintura viva.
El entorno: Los Nietos y su identidad.
Fuera del balneario, Los Nietos mantenía su esencia marinera. Las barcas de pesca seguían saliendo al amanecer, las mujeres charlaban en las puertas y los niños corrían por la arena. Las fiestas de Nuestra Señora de los Ángeles y San Miguel mantenían viva la tradición, con procesiones por tierra y mar.
En 1953, la fundación del Club Náutico consolidó la relación entre Los Nietos y la vela.
Regatas, campeonatos y encuentros deportivos devolvían al pueblo un protagonismo que nunca debió perder.
El recuerdo y la nostalgia.
Hoy, del Balneario Santa Eloísa solo quedan recuerdos, fotografías y relatos. Pero en la memoria de quienes lo vivieron, sigue latiendo aquel mundo de baños salados, vestidos blancos, orquestas al atardecer y trenes cargados de veraneantes felices.
Fue mucho más que un edificio: fue un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde la vida social era elegante pero cercana, y donde el Mar Menor, todavía limpio y generoso, ofrecía su abrazo salado a todos por igual.
Recordar el Balneario Santa Eloísa es rendir homenaje a una época en que Los Nietos era destino soñado y escaparate de la mejor cara del Mar Menor. Entre música, faroles y el murmullo de las olas, se forjó un capítulo brillante de la historia de Cartagena que merece ser contado, preservado y, ojalá, algún día revivido.
Poema.
Bajo el cielo de Los Nietos.
Bajo el cielo azul tendido,
sobre un mar de luz dormida,
Santa Eloísa erguida
era un sueño compartido.
De maderas perfumadas,
cúpulas que el sol doraba,
y en su terraza vibraba
la música en las aladas
tardes que el alma guardaba.
Llegaban trenes cantando
desde la vieja Cartagena,
con damas de blanca pena
y niños siempre jugando.
Entre faroles y espuma
se alzaban noches de aroma,
donde la luna era alfombra
y el mar, espejo de bruma
para la fiesta que asombra.
Bailaban pies elegantes,
sonaban copas y risas,
y las olas, tan sumisas,
susurraban sus romances.
Era un templo de alegría,
de amistad y cortesía,
donde el verano vivía
sin medir nunca distancias
entre el pobre y la hidalguía.
Mas el tiempo, cruel y frío,
se llevó la vieja gloria,
y enterró bajo su historia
este palacio del río.
Hoy, mirando su memoria,
reclamo al viento y la ola:
¡Que Cartagena no olvida,

y que nuestra historia viva
regrese entera y sola!