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Crónicas de un Pueblo. – Cartagena entre pólvora lejana y hierro cercano.

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PorJosé Antonio Martínez Pérez

28 de junio de 2025
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A propósito del 28 de junio de 1914: lo que supuso la Gran Guerra para nuestra ciudad.

Hay fechas que marcan al mundo. Una de ellas es el 28 de junio de 1914, día en que el archiduque Francisco Fernando de Austria fue asesinado en Sarajevo. Un disparo, dos cuerpos en el suelo… y el viejo continente comenzó a arder. Aquel magnicidio, aparentemente lejano, encendió la mecha de la Primera Guerra Mundial, un conflicto que, aunque España no combatió directamente, dejó una huella profunda en nuestras ciudades, y Cartagena no fue la excepción.

Una España neutral, una Cartagena muy viva.

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España se mantuvo neutral durante toda la contienda (1914–1918). Pero eso no fue sinónimo de pasividad. Más bien al contrario. La guerra abrió una oportunidad económica sin precedentes para ciertas regiones… y Cartagena supo aprovecharla.

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Nuestra ciudad, con su puerto natural, su estratégica base naval, sus minas cercanas y una industria naval e incipiente metalúrgica, se convirtió en uno de los motores que alimentaban, desde la retaguardia, los engranajes bélicos de las potencias extranjeras.

Cartagena, ciudad-fábrica del esfuerzo ajeno.

Las minas de La Unión y la Sierra Minera se pusieron en marcha a toda máquina. El plomo, el zinc y el hierro que brotaban de nuestras tierras eran enviados por toneladas hacia puertos aliados. Se volvía a hablar de dinero en voz alta, y con ello llegó el bullicio a los mercados y los jornales a los hogares obreros.

Los astilleros de Cartagena, entonces en manos de la Sociedad Española de Construcción Naval, revivieron su época dorada. Se reparaban buques, se construían piezas para barcos extranjeros, se generaban contratos, empleos y riqueza. La ciudad olía a metal y a carbón, a aceite de máquina y a sudor de hombre.

Y mientras Europa se desangraba en trincheras, Cartagena respiraba el aire espeso de la producción, de las fábricas encendidas y los hornos rugiendo.

Una economía que sube… y una sociedad que se rompe.

Pero no todo fueron luces.

La riqueza, como tantas veces, no se repartió por igual. Mientras la alta burguesía cartagenera y las empresas extranjeras engordaban sus bolsillos, los trabajadores seguían enfrentándose a jornadas interminables, salarios ajustados y condiciones durísimas. El hambre no había desaparecido, solo se había maquillado.

En los barrios humildes, el pan subía, la ropa costaba más, y los productos básicos escaseaban o se encarecían por la ley de la oferta y la demanda. Las familias obreras vivían al límite, entre la esperanza de un empleo estable y el vértigo de no poder alimentar a sus hijos.

Y con el malestar, llegaron las palabras grandes: huelga, protesta, sindicato. Fue en este caldo donde el movimiento obrero cartagenero se empezó a articular con fuerza, sembrando las semillas de las revueltas sociales y las demandas de justicia que estallarían años más tarde.

Una ciudad que mira al mar… y escucha el rumor de la guerra.

Desde sus murallas y baterías, Cartagena nunca dejó de mirar al mar. La ciudad, como base militar, reforzó su vigilancia: maniobras, vigilancia costera, mejoras en la artillería. En los cafés del puerto se hablaba de barcos sospechosos, de espías alemanes o británicos, de movimientos raros en la bocana.

No era paranoia. Cartagena era un punto clave en el Mediterráneo, un lugar donde se cruzaban rutas, mercancías, intereses… y secretos. Hubo presencia diplomática, discretas visitas de emisarios, y más de un incidente silenciado que forma parte de esas pequeñas historias que nunca entran en los libros, pero que aún sobreviven en los relatos de nuestros abuelos.

Cartagena, entre el hierro y la dignidad.

Aunque las bombas no cayeron aquí, Cartagena vivió su propia guerra. No en el frente, sino en las fábricas, en las minas, en las casas donde faltaba el pan. Fue una guerra económica y social, una tensión silenciosa entre clases, entre pasado y futuro, entre tradición y modernidad.

Y aun así, como siempre, Cartagena resistió con nobleza. Hizo lo que sabía: trabajar, construir, servir. Dio de lo suyo para sostener el mundo, sin pedir gloria ni medallas. Solo la certeza de haber estado, una vez más, en el centro de la historia.

Aquel 28 de junio de 1914 que encendió el conflicto más sangriento de la historia hasta entonces, también movió los cimientos de nuestra ciudad. Lo hizo desde lejos, sí, pero su eco se sintió en cada máquina que giraba, en cada tonelada de mineral embarcado, en cada jornal mal pagado y en cada esperanza obrera.

Porque Cartagena no necesita ser trinchera para ser decisiva. Su historia no siempre se escribe con sangre, pero sí con esfuerzo, resistencia y dignidad. Y eso, tal vez, es aún más heroico.

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