En la cocina de aquella casa de piedra, donde el tiempo parecía haberse detenido, la abuela se afanaba en preparar el pastel de la Cierva. La luz del sol se filtraba a través de los postigos de madera, iluminando el polvo de harina que danzaba en el aire con cada golpe de amasado. El aroma de la manteca y el azúcar comenzaba a llenar la estancia, mientras el viejo horno de leña crepitaba con una melodía familiar.
La abuela trabajaba con manos expertas, aquellas que habían aprendido el arte de la repostería observando a su madre y a su abuela antes que ella. Cada movimiento era preciso, cada ingrediente añadido en su justa medida. Con un gesto ágil, mezclaba el azúcar con la piel de limón, rallada con paciencia para no llevarse la parte blanca y amarga. El mortero de piedra hacía eco en las paredes, como un tambor suave que marcaba el ritmo de una tradición ancestral.
Este pastel tiene su historia, susurró la abuela, como si hablara con las paredes que habían escuchado tantas historias antes—. Cuentan que un cocinero ruso le dio la receta a un pastelero de Santiago de la Ribera, junto al Mar Menor de la Comarca Natural del Campo de Cartagena, y que, en una de esas comidas importantes, el Muleño inventor del Autogiro, Juan de la Cierva Peñafiel lo probó y le gustó tanto que le pusieron su nombre.
Los nietos la miraban con los ojos abiertos de par en par, imaginando al político Muleño probando el pastel por primera vez, rodeado de señores encopetados y damas con abanicos de encaje. La abuela sonrió al ver su asombro y continuó su relato.
Dicen también que lo probó en un mercante sueco, y que le gustó tanto que lo bautizaron con su apellido. Pero lo cierto es que no lleva carne de cierva, aunque muchos turistas lo crean. Lleva pollo, huevos duros y piñones, envueltos en una masa dulce que parece sacada de un cuento.
Con delicadeza, fue mezclando la manteca de cerdo con el vino dulce, dejando que se fundieran en una masa suave y brillante. Añadió los huevos, la sal y el bicarbonato, y poco a poco la harina fue cayendo en la mezcla como una lluvia fina. Sus manos fuertes y curtidas amasaban con destreza, dándole forma a una masa que sabía exactamente cómo debía quedar: ni demasiado blanda, ni demasiado seca, con la textura justa para abrazar el relleno.
Se cuenta que el inventor del autogiro era este Juan de la Cierva, y que esta tierra desmemoriada le levantó un monumento, aunque pocos recuerdan al pastelero que creó esta delicia. Quizás fue un tal Juan Pardo, un maestro de San Javier. Pero nadie lo
sabe con certeza… y a quién le importa, rio la abuela guiñando un ojo. Lo importante es que el pastel está buenísimo.
Dividió la masa en dos, dejando una parte más grande para cubrir el fondo del molde. La otra mitad la cubrió con un paño para que no se secara. Con cuidado, extendió la primera parte sobre el molde de barro engrasado, dejando que los bordes sobresalieran un poco.
Luego, comenzó a preparar el relleno. Troceó los huevos duros con destreza, sin perder ni un pedazo. Desmenuzó la carne de pollo cocida, que había preparado la noche anterior, y la distribuyó con cuidado sobre la masa. Los piñones cayeron como pequeñas joyas doradas, seguidos de un chorro de caldo de ave y un toque de vino dulce, que impregnó el aire con su fragancia cálida.
El secreto está en sellarlo bien, para que el relleno no se escape, explicó la abuela, mientras cubría el pastel con la segunda capa de masa. Sus dedos bailaban con gracia, pellizcando los bordes con precisión para crear un sellado perfecto.
Con el huevo batido, pintó la superficie hasta dejarla brillante y dorada. Luego, con un tenedor, pinchó pequeños agujeros en la masa, asegurándose de que el vapor escapara sin estropear la forma del pastel. Lo colocó en el horno de leña, donde las llamas crepitaban con fuerza, y cerró la puerta de hierro con un movimiento decidido.
El tiempo pareció detenerse mientras el aroma se esparcía por toda la casa. Los niños esperaban impacientes, asomándose de vez en cuando para ver cómo la masa se inflaba y doraba lentamente. La abuela vigilaba con ojo experto, sabiendo que el secreto estaba en no dejar que se cociera demasiado.
Al cabo de un rato, abrió la puerta del horno y el calor salió en oleadas, junto con un perfume que hizo que todos los estómagos rugieran al unísono. Con manos firmes, sacó el pastel y lo dejó enfriar sobre la mesa de madera, donde el sol de la tarde dibujaba sombras doradas.
Este es el auténtico pastel de la Cierva del campo de Cartagena, dijo con orgullo. Una receta que guarda en sus sabores la historia de esta comarca, el recuerdo de quienes lo probaron por primera vez y el amor de las manos que lo preparan.
Los niños sonrieron, sabiendo que estaban a punto de probar algo más que un dulce. Estaban a punto de saborear una tradición, de morder un pedazo de historia, de hacer suya una leyenda que había cruzado generaciones.
Ingredientes del pastel de la Cierva.
Para la masa
- 250 g de azúcar
- La piel de un limón (solo la parte blanca)
- 200 g de manteca de cerdo
- 50 g de vino dulce
- 1 cucharadita de sal
- 1 cucharadita de bicarbonato sódico
- 3 huevos (uno reservado para pincelar)
- 400 g de harina de repostería
Para el relleno:
- 3 huevos hervidos duros
- 600 g de carne de pollo cocida
- 30 g de piñones
- 50 g de vino dulce
- 150 ml de caldo de ave