El aroma a jazmín inunda la noche de un verano cualquiera, los mosquitos están al acecho en busca de víctimas inocentes, la luz de las farolas se refleja en el oscuro mar agitado por el viento de levante. El silencio reina en una noche sin luna, donde unas pequeñas nubes viajan mar adentro.
Hoy no hay mucha gente paseando, más bien poca. Es una noche cualquiera de un verano extraño. Todos llevan mascarillas. Algunos cruzan las miradas y en sus ojos se refleja la incertidumbre del miedo, de no saber quién está contagiado con esta nueva peste.
Mientras, el verano sigue su curso, sin saber qué ocurre, ajeno a la humanidad. La Tierra sigue girando alrededor del Sol y los días siguen acortándose en busca de un invierno incierto. El verano sigue cargado de posibilidades y sigue ofreciéndonos atardeceres de ensueño.
Los rebrotes siguen sumando casos de contagio, aleatoriamente, como las primeras gotas de una lluvia de verano sobre el oscuro e hirviente asfalto. Algún día acabará, eso está claro, pero la espera se hace larga e incómoda.
No había nadie más en el restaurante. Sentados en la terraza mientras el viento de levante hacía golpear los cabos contra los mástiles, de los barcos atracados, de una manera incesante, y las luces a lo lejos vibraban como pequeñas luciérnagas atrapadas, nos sirvieron la fritura de pescado. El tercio de cerveza sudaba a la espera de un buen trago. Los siguientes platos llegaron después, mejillones, pulpo a la gallega y almejas.
Una cena fabulosa a pesar de ser un verano Extraño.
Críticos de Cocina
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