Hay decisiones que no son inocentes. Hay gestos que, aunque se intenten vestir de normalidad administrativa, delatan una forma de entender la ciudad, su tejido social y su identidad.
Lo ocurrido este año con el tradicional Roscón de Reyes de Cartagena no es un simple cambio organizativo: es una falta de respeto, un desprecio al trabajo artesanal local y una agresión directa a quienes, durante más de una década, han sostenido una tradición de manera altruista, profesional y comprometida.
Durante más de 13 años, la Asociación de Confiteros y Panaderos de Cartagena ha elaborado el Roscón de Reyes para toda la ciudadanía. No como un negocio privado, sino como un acto solidario, festivo y representativo, que con el tiempo se convirtió en parte del calendario emocional de la Navidad cartagenera.
Un acto que puso en valor el oficio, el producto local, la economía de proximidad y la identidad propia de Cartagena.
Una decisión tomada a espaldas de Cartagena.
Este año, sin aviso previo, sin comunicación oficial y sin el más mínimo gesto de consideración, el Ayuntamiento decide traer el roscón desde Murcia, prescindiendo por completo de los profesionales cartageneros.
Y aquí empiezan las preguntas que exigen una explicación pública y clara:
¿Por qué se rompe una tradición que funcionaba y que llevaba más de una década realizándose con éxito?
¿Qué motivo justifica ignorar a los artesanos locales?
¿Qué ventaja obtiene el Ayuntamiento con este cambio?
¿Es mejor el roscón hecho fuera que el elaborado en Cartagena?
¿Son acaso más amargos los dulces cartageneros?
¿Cuánto cuesta traer el roscón desde Murcia?
¿Es gratis?
Y si no lo es —porque nada lo es—, ¿quién lo paga y con qué dinero?
El daño económico: una cuestión muy seria
Hay un aspecto especialmente grave que no se puede pasar por alto:
la empresa encargada tradicionalmente de elaborar el roscón ya había comprado toda la materia prima, había planificado la producción y había organizado el trabajo como venía haciéndose cada año.
Esto no es una molestia menor.
Esto es un perjuicio económico real, directo y evitable.
Por tanto, el Ayuntamiento debe responder también a otra pregunta fundamental:
¿Cómo piensa cubrir los daños económicos ocasionados por esta decisión?
¿Quién se hace responsable de ese perjuicio?
Porque gobernar no es solo inaugurar y hacerse fotos. Gobernar también es responder por las consecuencias de los actos.
El desprecio a las asociaciones y al trabajo altruista.
Este episodio no es un hecho aislado.
Es una señal más del trato que reciben muchas asociaciones culturales, vecinales y profesionales de Cartagena: se las utiliza cuando conviene, se las ignora cuando estorban y se prescinde de ellas sin miramientos cuando no encajan en determinados intereses.
Asociaciones que no cobran, que no piden privilegios, que trabajan por amor a su oficio y a su ciudad, y que sostienen tradiciones que el propio Ayuntamiento es incapaz de crear por sí solo.
Una respuesta ciudadana legítima.
Ante este panorama, cabe plantearse una reflexión incómoda pero legítima:
¿tiene sentido acudir al roscón municipal cuando se ha despreciado deliberadamente a los artesanos de la ciudad?
Quizá la respuesta más coherente y digna sea no participar, no legitimar con la presencia ciudadana una decisión que va contra Cartagena, su gente y sus profesionales.
Que se lo coman quienes han decidido ignorar a su propio tejido productivo.
No como gesto de odio, sino como acto de coherencia y dignidad.
Cartagena merece respeto.
Cartagena no es un apéndice.
No es una marca secundaria.
No es un escaparate ocasional.
Cartagena tiene historia, identidad, artesanos, profesionales y asociaciones que merecen respeto.
Y cuando se gobierna una ciudad, se gobierna para su gente, no de espaldas a ella.
El Ayuntamiento debe explicaciones.
Claras, públicas y completas.
Y debe asumir responsabilidades.
Porque las tradiciones no se traen en camión.
Se construyen con personas.
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