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Michirones cartageneros al fuego lento.

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PorJosé Antonio Martínez Pérez

5 de marzo de 2025
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La cocina de la abuela era un templo de aromas. Al entrar, el olor del laurel, el ajo y el pimentón te envolvía como una manta cálida, llenando el pecho de un reconfortante abrazo. La abuela se movía entre los fogones con una calma envidiable, sus manos sabias acariciando cada ingrediente antes de soltarlo en el caldero de hierro que burbujeaba sobre el fuego de leña.

—Hoy haremos michirones, hijos míos. Un plato humilde, de esos que sacan lo mejor de lo poco que tenemos. —dijo con una sonrisa mientras apartaba un mechón de pelo de su frente.

Los michirones, ese manjar tan propio de Cartagena y su comarca, eran más que un guiso. Eran historia, tradición y un pedazo de la vida de aquellos que, con poco, sabían hacer mucho. Las habas secas, el ingrediente principal, habían pasado dos días sumergidas en agua fría, hinchándose poco a poco, como si despertaran de un largo sueño. Era la manera de asegurar que, al cocerlas, se mantuvieran enteras, conservando su textura firme y su sabor terroso.

—En todas las casas cuecen habas… y en la mía, calderadas —murmuró la abuela, recordando las palabras de Cervantes en el Quijote. Siempre decía que los michirones eran un plato que lo mismo servía para calmar el hambre como para calentar el alma.

El ritual del fuego y la paciencia

Sobre el fuego, el agua comenzó a hervir. Las habas, ya hidratadas, se sumergieron en la olla, y la abuela las dejó cocer durante diez minutos. Luego, con manos firmes, las escurría y las enfriaba bajo el chorro de agua fresca, asegurándose de que ninguna se rompiera. Las habas, así tratadas, parecían pequeños guijarros pulidos por el tiempo, listas para absorber todo el sabor del guiso.

En el caldero de hierro, la abuela dispuso los huesos de jamón, generosos en carne y con vetas de tocino que prometían un caldo sustancioso. El chorizo, la panceta y la sobrasada esperaban su turno, como actores a punto de salir a escena. Cada ingrediente tenía su momento, su protagonismo en esta obra maestra de la cocina cartagenera.

El fuego de leña, constante y paciente, abrazaba la olla. No había prisas, solo el lento transcurrir del tiempo al ritmo de las burbujas que subían a la superficie, liberando aromas que hacían la boca agua.

La alquimia del guiso

Con la olla llena de habas, huesos de jamón, chorizo, tocino y las pequeñas patatas con piel, la abuela añadió la cabeza de ajos entera y las hojas de laurel. La guindilla, apenas una o dos, daba ese toque picante que despertaba el paladar, sin llegar a dominar el plato. Con una cucharada generosa de pimentón y un puñado de sal, el guiso tomó su color rojizo característico, como un atardecer contenido en la olla.

—El secreto, niños, es no remover demasiado. Hay que dejar que todo se mezcle sin prisa, que los sabores se abracen entre ellos. —explicaba mientras se sentaba junto al fuego, su mirada perdida en las llamas.

Los niños, sentados en pequeños bancos de madera, escuchaban atentos. El aroma lo llenaba todo, y cada vez que la abuela levantaba la tapa para comprobar el punto de cocción, una nube de vapor perfumado se escapaba, inundando la cocina con promesas de calidez y sabor.

La recompensa del tiempo

El tiempo pasaba lento en aquella cocina. Las llamas jugaban a proyectar sombras en las paredes de piedra, y la abuela aprovechaba esos momentos para contar historias. Hablaba de su infancia, de cómo en las casas de antaño el guiso de michirones era un manjar de días fríos, un plato de domingo o de fiestas. Recordaba cómo su madre dejaba la olla en el fuego mientras tejía o remendaba ropa, dejando que el guiso hiciera su magia casi sin supervisión.

Cuando el caldo estaba espeso y las habas tiernas, la abuela sirvió los michirones en platos hondos, de cerámica vidriada. El caldo burbujeaba aún, y los trozos de chorizo y panceta sobresalían entre las habas y las patatas, creando un paisaje gastronómico tan rústico como apetitoso.

Los niños soplaban sobre las cucharas, ansiosos por probar aquel guiso que había llenado la casa de un aroma irresistible. El primer bocado era un estallido de sabores: el ahumado del chorizo, la untuosidad del tocino, el toque picante de la guindilla y la textura suave de las habas. La abuela los miraba, satisfecha, sabiendo que cada cucharada era un viaje al pasado, un abrazo cálido en un día de invierno.

—Comed, hijos, que esto no es solo comida. Es historia, es cariño… es la vida misma.

Ingredientes para los michirones cartageneros

  • ½ kg de habas secas, puestas a remojo durante 48 horas (cambiando el agua 2 o 3 veces)
  • 12 patatitas nuevas (pequeñitas y con piel bien lavadas)
  • 250 g de chorizo para guiso
  • 250 g de tocino ibérico
  • 3 huesos de jamón (con carne, tocino y piel)
  • 300 g de jamón serrano, troceado
  • 250 g de sobrasada
  • 1 cabeza de ajos entera
  • 2 hojas de laurel
  • Pimentón dulce o picante, al gusto.
  • 2 o 3 guindillas (al gusto)
  • Sal

 Los michirones no son solo un plato de cuchara, son una lección de vida. Enseñan que lo humilde puede ser grandioso, que la paciencia es un ingrediente indispensable y que el calor del hogar se cocina a fuego lento. Y mientras el invierno siga llegando cada año, siempre habrá una abuela dispuesta a llenar las ollas de amor y las mesas de recuerdos.

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