No hace mucho tiempo estábamos sentados en la terraza del club náutico de Santa Lucia disfrutando de una cena junto al mar. No recuerdo qué estuvimos comiendo, pero, seguro, que algún plato de sabrosas almejas al ajillo, un poco de pulpo y quizá unos boquerones fritos, tan típicos de nuestra tierra.
Recuerdo que era invierno, o al menos no era verano, ya que íbamos con manga larga y la humedad del ambiente, alta como siempre, no era pegajosa como puede llegar a serlo en noches de verano. Además, no era muy tarde y el Sol hacía tiempo que había bajado ya más allá de la Podadera camino al Oeste.
Debía ser un día de semana, ya que no había mucha gente en la terraza, diría que solamente había una mesa más aquella noche. En la otra mesa había dos hombres de edad avanzada y rostros curtidos hablando de viejas historias y tiempos pasados. Nuestras mesas estaban lo bastante cerca como para poder escuchar aquella conversación de viejos marinos.
Hablaban de aparejos y rincones de buena pesca, más allá de la isla de escombreras, esa isla que ahora está envuelta en hormigón que tuvo un nombre más antiguo: Heracles, quedando como testimonio de aquellos tiempos los restos de un templo griego en honor al héroe griego. Una isla que guarda secretos y tesoros de fenicios y romanos, y que debe su actual nombre a la caballa, scomber en latín.
Comentaron que, doblando el cabo de las aguas, a unas pocas millas de allí rumbo a la cola de caballos que protege la playa del Gorguel, hay una zona para pescar calamares con mucha posibilidad de éxito. Calamares como los que estaban disfrutando en su mesa.
Hablaron de la vez que avistaron ballenas rumbo al cabo de Tiñoso, a unas millas mar adentro a la altura de la isla de Torrosa. Aquellos hombres sentados a la mesa de aquella terraza junto al mar recordaron cuando, en la costa de Cartagena, la de bandera roja de cruz blanca que divide la misma en cuatro cuadrantes iguales, estaba plagada de focas monje. Era muy habitual verlas en la isla de las Palomas, frente a la playa de Fatares, ese arenal virgen de aguas transparentes de color turquesa que duerme bajo los pies del Roldán. Calas como la de la Estrella, la de la Avispa, y Salitrona eran otros de los lugares favoritos de aquellas focas que un día partieron de nuestras costas para buscar cobijo en Mauritania.
Mientras terminábamos nuestra cena y disfrutábamos de aquella conversación robada, fuimos conscientes de lo que es Cartagena, de lo que somos y de lo que el mar influye en nuestras vidas, en nuestro carácter y costumbres. Aquellos viejos marinos, con la piel curtida por el Sol y la sal, tenían un vínculo irrompible con ese mar que baña nuestra tierra. Y allí estaban con un chato de vino y una plato de calamar plancha junto a otros platos de aquel mar donde guardan sus recuerdos.
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